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EL CORRER DE LOS DÍAS

Las estaciones, son también recuerdos

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Marcio Veloz MaggioloSanto Domingo

El Otoño, tan petico como la primavera, no tiene en los trópicos la personalidad que posee en los países donde el anuncio de su arribo es cosa de meteorólogos, o de periódicos y de calendarios que avisan su llegada cada vez de igual manera. Porque Otoño y Primavera son también formas del espíritu que tienen mucho que hacer con la carga visual visual de su llegada.

Si vas por los jardines un día seco de los años de estudiante, te das cuenta de la verdad de aquel verso machadiano que reza, “la primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido”. Porque de improviso los balcones estallan envueltos en florilegios y en estudiantinas que se enredan con la voz de Luis Mariano, “sabes que ya no habrá primavera, si no estás aquí, violetera, La primavera ha venido no sé cómo ha sido. Entre las flores que vendes es como una flor”. Tema de aquella película en la que escuchamos por la vez primera una de las voces mas transparentes de las operetas mundiales.

De improviso, entonces, llegada la primavera, salpica de continuidades al estudiante, que, para llegar a la clase de las ocho debe abordar el metro de Madrid a las seis de la mañana, y meterse luego en al autobús que le permite, bajo el brisote, desembarcar en la añeja Facultad de Filosofía y Letras donde le esperan profesores de un doctorado que va de la mano de Pepe Alcina, Manuel Ballesteros o el joven Miguel Rivera Dorado, alumno y maestro a la vez.

Una seca jardinería franquista, con bellos rosales espinosos, hace gárgaras de transparencias con el novedoso rocío madrugador, mientras el fino granizo de la sierra obliga al uso del abrigo comprado en El Rastro, o en los fondos de vendedores cercanos a las tiendas de viejos cercanas a La Gran Vía .

Sarita Montiel es la violetera que canta entre las brumas estrenado cuplés. y un casi niño Raphael, protegido de la primera dama Carmen Polo de Franco, debuta con estampido de voz ronca y gorjeo todavía andaluz, mientras un argentino poeta, recuerda a su abuelo en la canción “mi árbol y yo”, con una voz en la que el viejo árbol confiesa estar lleno de nidos que pueden ser voces aprendidas del pasado y que el trovador extrajo de la primavera de su tierra para el establecimiento de recuerdos nuevos.

Así, cuando llegaba el otoño, olvidábamos la primavera. Y pensábamos en aquellas letras de Trenet, y nos deslizábamos entre “ las hojas muertas” que en nuestros días romanos, vestían de lluvioso amarillo las vetustas soledades del Tíber. Mostrando, como dijera Francisco de Quevedo y Villegas que lo “fugitivo permanece y vive”

Palabras convertidas en nervaduras de textos flotantes, fonética de un sueño que ya era la primavera transformada en caída, en descenso triste, porque verano e invierno quedaban siempre como modelos difusos, el uno perteneciente a la llegada de los sudores del norte de África, y la escapada de las sofocaciones a las playas distantes, y el otro, el momento de acurrucarse, y sentir de la esposa el calor como un nuevo inventario del cariño familiar.

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