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MIRANDO POR EL RETROVISOR

El amor al poder

Una persona me dijo recientemente con una ostensible satisfacción que le encanta estar cerca del poder. Eso al parecer tiene su encanto y pensé en ese momento ¿Por qué el ser humano se aferra tanto al poder o es tan propenso a estar cerca de quien lo ostenta?

Creo que está muy vinculado a la aureola de grandeza que los seres humanos otorgan a la persona que lo ejerce en un momento determinado. A esa capacidad que tiene el rey, presidente, funcionario, líder político y hasta el simple jefe de un cuerpo armado de conceder favores, modificar realidades e influir sobre los demás, aunque estos no lo deseen.

Sin obviar también las enormes responsabilidades que descansan sobre sus hombros y el riesgo al que se enfrentan cuando adoptan decisiones, al poner en una balanza los contrapesos del ejercicio del poder, quienes ocupan posiciones de mando anhelan seguir aferrados o volver en caso de que por alguna circunstancia estén separados de tan ventajoso privilegio. Es esa ambición que observamos constantemente en los políticos.

La vanidad que genera el ejercicio del poder termina incidiendo negativamente en su carácter y en la verdadera responsabilidad puesta sobre sus hombros de constituirse en servidores –más que opresores- de quienes los llevaron a tan elevadas posiciones de mando y liderazgo.

En la filosofía griega clásica el poder se entendía como el ser, por el grado de influencia que termina ejerciendo en el individuo, en su carácter.

Y por eso tantos terminan enamorados del poder, ensoberbecidos, incapaces de medir límites en el manejo de la fortaleza atroz que pueden usar para incrementar su autoridad, perpetuarse en las posiciones y seguir influyendo hasta en las emociones de los demás.

El fenecido filósofo y psicólogo francés Michel Foucault, conocido por sus análisis sobre el poder, así como por sus posiciones respecto a su vinculación con el conocimiento y el discurso, planteó que “el individuo es el producto del poder”.

Foucault también llamó la atención de cómo el poder se construye y funciona a partir de otros poderes, de los efectos de éstos, independientes del proceso económico, al razonar que las relaciones de poder se encuentran estrechamente ligadas a las familiares, sexuales, productivas; íntimamente enlazadas y desempeñando un papel de condicionante y condicionado.

Muchos consideran a la persona que detenta el poder como un dios en la tierra, y anhelan ser como ellos. Por eso la obsesión de estar a su lado el mayor tiempo posible y de correr a su encuentro sin importar las circunstancias y sacrificios. Los consideran el trampolín que marcará sus trayectorias y, en ese afán de igualarlos, pueden también caer en las más denigrantes acciones.

Observar la grandeza que otorga el poder suele deslumbrar porque no hacen turnos en ningún lado, tienen libertad de desplazamiento, seguridad permanente, súbditos y lacayos dispuestos a lisonjearle a cada instante y, quizás lo más importante, esa capacidad de mandar y recibir como respuesta la obediencia inmediata sin chistar.

Y al igual que ellos, quienes se les acercan en busca de las ventajas que la autoridad proporciona, terminan tan atrapados en las ansias de poder que intentan ejercerlo en el seno de sus familias y en las relaciones interpersonales.

Cuando el amor al poder nos obnubila colocamos nuestro ego y autoestima por encima de la opinión del amigo o del cónyuge, a quienes llegamos a ver incluso como idiotas, desvalorizando la convivencia y el entendimiento.

La Biblia en primera de Timoteo 6:10 expresa que “la raíz de todos los males es el amor al dinero”. Pienso que también el amor al poder. Ese poder que termina minando nuestra sensibilidad y nos convierte incluso en seres tan indiferentes al dolor ajeno.

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