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EL DEDO EN EL GATILLO

Morir de amor

De mi abuelo aprendí a tejer historias. Escribía a mano sus novelas de aventuras, al estilo de Julio Verne. Una vez terminadas, las cocía con hilos carcomidos y agujas comunes y las circulaba entre sus vecinos. Las más aclamadas debía volverlas a copiar pues, de tantas lecturas, el papel lucía evidentes signos de deterioro. Cuento todo esto porque mis ojos copiaron algunas que si bien no eran nada del otro mundo, al menos hacían soñar. Jamás vio sus libros en letra impresa.

-Ser literato es una especie de maldición. Solo permite que tus sueños terminen con una buena pesadilla –me decía cada vez que requería alguna luz en el complicado mundo de la escritura pagana.

Por el día, mi abuelo oficiaba de zapatero remendón. Nunca llegue a entender cómo pudo instalar en el trasfondo de su humilde vivienda, una máquina de reparar calzados. Como no comercializaba con el producto de su trabajo, tal vez por ello, nunca fue denunciado. Mi abuelo cumplía su norma: el que puede, paga, el que no, solo debía dar las gracias.

Se divorció de mi abuela antes de mi nacimiento. Eran como el aceite y el vinagre. Ella me contó su versión, pero él jamás se refirió al tema. Era un caballero, incapaz de hablar mal de una mujer, por mucho daño que le hubiera causado. A los cincuenta años encontró en su camino una buena compañera que también era su amiga, aliada y confidente.

Desde que tuve uso de razón, mi madre me llevaba a visitarlo los domingos en la tarde. Recuerdo sus atenciones y desvelos, los jugos de guayaba que me ofrecía y sus páginas literarias que nunca me ocultó a pesar de saber que yo no era muy amante de las aventuras a capa y espada.

Un día escuché el nombre de una mujer en medio de una conversación familiar. Mi propia madre aclaró mis dudas. Aquel nombre signaba a su primer amor, a quien mi abuelo, nunca pudo olvidar. Él le rogó a mi madre sus deseos de volverla a ver antes de morir.

Fueron años de búsqueda angustiosa, entre pistas falsas y vergüenzas hogareñas porque su nueva compañera trasmitía, en su silencio, sentir minimizado su cariño por él.

Un día, su amor de antaño apareció. Mi madre la llevó a una casa del vecindario y allí le rogó aguardar hasta su llegada. Mi abuelo se vistió lo más elegante que un anciano puede hacerlo cuando sus ropas no soportan, ni la humedad, ni el paso del tiempo. Y fue a verla. Cuando la tuvo frente a sí, pidió privacidad. El resultado de aquel encuentro jamás trascendió.

Mi abuelo murió feliz. Mi madre decidió resguardar sus novelas manuscritas en el baúl familiar. Ante mi insistencia por la enigmática mujer que él nunca pudo olvidar, ella me confesó que la muerte le impidió escribir su última novela, una historia de amor entre un zapatero poeta y una hermosa dama pueblerina. En vano he tratado de reescribirlo en mi memoria por todos estos años. Mis historias de amor han crecido a partir de circunstancias. Nunca aprendí la lección de mi abuelo y eso, tal vez, no me ha hecho un triunfador. Ni en amores, ni en letras.

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