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OTEANDO

La reencarnación

De súbito volvió a morar la prudencia en las enardecidas mentes de sus opositores, con excepción del remanente manifiesto en una casta rumiadora de angustias y un epistolario yacente en los archivos de una oficina de abogados cualquiera ubicada en el centro de la tierra, exquisito por su prosa, pero revelador de las más crueles expresiones de odio, envidia y hasta resentimientos, que dan cuenta de la inhibición de alteridad que se registra en los verdaderos enanos sociales.

Se hizo la luz en medio de la absoluta obscuridad y la noche parió sonrisas, alabanzas, consultas oníricas y amnesia; la misma amnesia de siempre, esa que deja entrever, por la rendija del arrepentimiento efímero, la villanía de los taimados. La luz -acabada de ocurrir- fue tan esplendente que hizo completamente visibles al pueblo todas las heridas del crucificado, lo mostró en su esencia, con sus más acrisoladas virtudes, pero sobre todo, permitió pensar, sin presiones y con reposo, en la resurrección implícita en el acto mismo de la crucifixión, razón más que suficiente para el surgimiento de nuevas preocupaciones fundamentadas en “el eterno retorno”. Toda mirada, todo gesto, toda palabra comenzaron a hacerse más reveladores de las bondades del “difunto”. Ahora era necesaria la exaltación de su memoria, llevarlo -en su lenguaje- de diablo a ángel, de traidor a prócer, porque así convenía a la hora de hacer facturas colectivas con fines proselitistas. El obispo oficiante de la misa de cuerpo presente -que lo había detractado en vida- se despachó en elogios a la persona del “fallecido”, varios tribunos se disputaban, en plena iglesia, quién diría el primer panegírico, porque el momento no podía ser más ideal para ganar crédito público. El Papa envió una “nota de condolencia” que se publicó en todos los diarios, donde ahora invitaba a los demás colegas del “difunto” a emular la conducta cívica, democrática y hasta altruista de aquél cuyo cuerpo yacía en la urna de papel. Todo aquello con un encabezado grande, en primera plana que decía: “Satisface al Vaticano el fin de la lucha marcado por el triste suicidio del ‘difunto’, cuestión que creyó le ganaría más adeptos para su inspirada causa “cristiana”.

Pero resulta que las cosas no se resumirían, como siempre, en el refrán popular de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, quedaba pendiente la resurrección (o quizás fuera mejor decir, la reencarnación).

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