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EL DEDO EN EL GATILLO

Fuego a la lata, papá!

Tío Pancho llegó a ser mi segundo padre. El hermano de mi madre se encargó de abrirme horizontes inexplorados. Como nací doce años antes que su primer hijo, se encargó en ser mi consejero, instructor de béisbol, maestro de ajedrez, compinche de pesquerías, asesor de coleccionismo, fabricante de cigarrillos y hasta entrenador de boxeo para que nadie se burlara de mi carácter bonachón.

Era contador público y su eficiencia en la teneduría de libros lo llevó –sin grietas- a varias empresas privadas. Pero la nacionalización emprendida en Cuba paralizó su rigor profesional. Pero ello no fue óbice para que me convirtiera en el centro de su vida. No permitía que nada ni nadie me ofendiera o me tocara.

Pude ser el lado claro de su discurso, y mi decisión de aventurarme en el Servicio Militar Obligatorio también lo militarizó: “No tienes puntería para matar”, me dijo una vez.

Cuando llegaron sus dos hijos, les entregó una buena parte de su metamorfosis, aunque “su sobrino preferido” continuaba en un plano estelar: “Eres mi hijo mayor”, siempre decía.

Tío Pancho cayó en desgracia el día que sacó su pasaporte, pues en Cuba, ese acto llevaba implícito, para el nuevo gobierno, la inexcusable traición. No volvió a encontrar empleo como contador. Sin embargo, su extraordinaria voz de tenor lo salvó de un inminente viaje a la Ciénaga de Zapata como criador de cocodrilos. El canto podría significar un nuevo giro a su carrera, pues él nunca fue un conspirador. Un amigo logró emplearlo como integrante de un cuarteto de variedades humorísticas en el popular teatro cubano Martí. Esa fue su gran escuela porque junto a grandes figuras del teatro vernáculo cubano, como Alicia Rico y Candita Quintana, también fue testigo de las bajezas humanas de chivatos que llegaban allí para perseguir la vida y milagros de quienes hacían reír.

Pocos años después, el teatro Martí fue clausurado por decisión del gobierno, aunque no su calidad vocal. Siempre mostró gratitud a su gran amigo, el tenor Rafael Aquino por integrarlo al coro del Teatro Lírico Nacional “Gonzalo Roig”. Una de las arias más difíciles de la zarzuela cubana “Cecilia Valdés”, titulada “El canto del esclavo” lo inmortalizó. Cada vez que Fidel Castro la escuchaba, durante sesiones privadas con el cuerpo diplomático, lo miraba fijamente y le gastaba una broma: “Pero tú eres un esclavo muy gordo”.

Si hago esta introducción que nada tiene de majestuosa, es porque tío Pancho también fue testigo de la otra parte de mi historia. Cuando Nicolás Guillén le encargó a la Dirección de Publicaciones y Relaciones Públicas de la UNEAC la realización del espacio conocido como “Tertulia de los Jueves”, él era de sus más asiduos asistentes. A las cinco de la tarde llegaba a la UNEAC, compraba su libro y se reunía con sus amigos y compañeros. Un día, después de finalizar una de mis disertaciones sobre literatura en aquel espacio, un libretista del teatro Martí (cuyo nombre prefiero ignorar por haber fallecido años atrás) le dijo a mis espaldas, con muy mala leche: “Que ese sobrino tuyo aproveche lo poquito que le queda, porque muy pronto va a salir de aquí como bala por tronera”. Tío Pancho discutió con él, y el resultado de aquel enfrentamiento nunca me lo dijo. Solo sé que nunca más volvió a las Tertulias de los Jueves. Alguien me comentó (fuera de record) que sus últimas palabras contra aquella persona fueron: “Si te vuelvo a ver, te voy a partir la cara”.

Emigré a Santo Domingo con su colección privada de sellos postales, la cual vendí a un generoso empresario dominicano y con cuyo importe pude cubrir los gastos de la repatriación de mi familia. Mi madre había quedado ciega y él (casi ciego también) fue la persona a quien ella dictaba sus cartas dirigidas a mi hijo. Su letra de contador público perdió los trazos de su hermosa perfección pero todavía mantenía su legitimidad y firmeza.

Me enteré de su muerte aquí en Santo Domingo, ya en compañía de mi madre. Dizque murió triste y nostálgico por tanta vida perdida. Siempre le estaré agradecido a las hermanas de la congregación El Amor de Dios, de la barriada habanera de Regla, por haberlo llevado a sus eventuales reuniones festivas para que muchos ancianos conocieran que todavía su garganta podía emitir sonidos melodiosos.

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