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EL DEDO EN EL GATILLO

Vete, por favor, vete

David Buzzi no era amigo de nadie. Rebelde por naturaleza, siempre tenía una carta debajo de la manga para todo, y para todos. Suyo era un método peculiar para escribir, en madrugadas, de manera rotativa: una sí y otra no. A las doce de la noche, frente a su maquinilla, comenzaba a emborronar cuartillas, algunas de las cuales se encargaba de sustituir por otras, de su puño y letra. David Buzzi se vanagloriaba de decirlo. Tal vez por eso marcaba su tarjeta de entrada al trabajo a los ocho en punto de la mañana, y no regresaba hasta la cinco de la tarde a ponchar su horario de salida. Sus jefes nada le decían porque caer en su boca no era muy recomendable en tiempos de que cada quien campeaba por sus respetos. Buzzi sabía la vida y milagros de todos y nadie quería tener problemas con él. Por eso, esa peculiar forma de evadir sus obligaciones laborales, como especialista de Talleres Literarios. le era permitida.

Conmigo siempre estuvo en broma. Llegue a pensar que subestimaba mi presencia hasta el día en que me sorprendió en una esquina de la habanera Quinta de los Molinos. Me llamo por mi nombre y me dijo a quemarropa:

-Ya Guillén murió. Vete de aquí. Te van a hacer mierda.

En aquel instante descubrí que Buzzi no era un provocador que desafiaba al poder, sino un rebelde con las botas bien calzadas. Sabía todo lo que se movía en mis ingenuas espaldas, y tuvo el coraje de advertirme. Él sabía que la delación no era mi fuerte y trató de que el nuevo poder cultural no me hiciera daño. Yo me resistí a creerle.

-No quiero emigrar. A donde quiera que vaya seré un desheredado de la fortuna. Aquí, malo que bueno, me quedan muy buenos amigos -le respondí.

Buzzi sonrió. Me puso la mano sobre el hombro mientras sus pequeños ojos azules no dejaban de mirarme. No estaba dispuesto a polemizar conmigo, y menos en medio de la calle Infanta, donde los pasajeros comenzaban a aglomerarse en la parada del ómnibus.

-Te lo diré por última vez. Vete de aquí lo más pronto que puedas. Hazlo por tus hijos. Ellos no tienen la culpa de que te odien los poderosos de ahora. No conviertas a tu familia en carne de cañón. La gente que vale la pena no puede quedarse con los brazos cruzados en la galería de su casa para ver pasar el cadáver de su enemigo. Tu enemigo no tiene cadáver, sino una influencia mundial que tú nunca vas a tener.

Diciendo esto, Buzzi me dio la espalda y abordó un ómnibus repleto de pasajeros que en ese instante abría sus puertas. Lo vi alejarse, colgado de un estribo, sin volver la vista atrás.

Pocos meses después llegó a La Habana Miguel Sang Ben. Cuando me propuso ayudarme a salir del país, mi breve encuentro con Buzzi aquella mañana resonó en mi mente. Entonces comprendí que, malo que bueno, el autor de “Caudillo de difuntos”, a pesar de sus chistes de mal gusto, siempre había sido un buen amigo.

En 2015 regresé a La Habana por mis propios medios en busca de referencias del cineasta dominicano Oscar Torres De Soto. Una de mis visitas obligadas fue a la esquina de las calles Infanta y Belascoaín. Allí permanecía la Quinta de los Molinos y la flamante parada de ómnibus donde años atrás, Buzzi me llamó ingenuo. Sin esperanzas de encontrarlo miré a mi alrededor. Di la vuelta a la manzana, fui hasta la esquina de mi antigua casa y regresé al lugar en busca del amigo. Tal vez, muerto de risa, Buzzi me miraba desde una nube, con una aureola de luz alrededor de su cabeza, y una pipa encendida, llenando de humo la vorágine celeste. A mi regreso a Quisqueya, descubrí que mi amigo (fumador empedernido) huyó de Cuba (1994) en una balsa, fue rescatado y llevado a la Base Naval de Guantánamo, y de allí fue llevado a los Estados Unidos. Su salud ya estaba maltrecha y el esfuerzo de la fuga fue demoledor. Falleció diez años después en ese país, de cáncer pulmonar.

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