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MEDIOAMBIENTE

Un desperdicio que cuesta, y mucho

Llegué cansada después de otra larga jornada de estudio y trabajo, mi casa me pareció el paraíso más exquisito, y sin pensarlo dos veces corrí para tomar una ducha; sentía como las gotas de agua se deslizaban, competían entre ellas para ver cual llegaba primero. Pero eso no me importaba, solo me aproveché de su capacidad de refrescar, y bajar con ellas toda la carga de un día lleno de afanes.

Pasaban los segundos que se convertían en minutos y el agua descendía en un movimiento diagonal. Solo yo permanecía inmóvil, escuchando atenta su concierto armonioso que acompañaba a mis pensamientos, hasta que me interrumpió un golpe leve en la puerta. Era mi madre, estaba preocupada, quería saber si me encontraba bien ya que tenía la ducha abierta durante 45 minutos sin parar, y no oía mi voz “angelical” cantando alguna canción.

Al otro día fue la misma rutina, me vi envuelta en la monotonía, ya quería llegar a mi hogar a repetir el ritual del día anterior.

Llegué, sudorosa, cansada y malhumorada, es decir, en estado perfecto para mi cita nocturna con la ducha y sus ventajas, y cuando le doy la vuelta a la llave de izquierda a derecha, como aviso de atención para que el agua saliera al encuentro acostumbrado: ¡Vaya fue mi sorpresa! El preciado líquido no quería bajar; le hice serenatas a la ducha a ver si me daba aunque sea con rabia un poquito de agua; abrí los demás grifos y nada pasaba, llamé a mi madre un poco enojada y me explicó que toda esa irregularidad era provocada por una avería en los acueductos del edificio y que no se arreglaría hasta el siguiente día.

Como un balde de agua fría

En ese momento me uní a los 1,200 millones de personas que viven en escasez de agua, envidié mi sangre que posee alrededor de un 90 % de agua y las olas del mar donde el agua nunca deja de bailar.

También me sentí resentida con el hielo de los glaciares que albergan este importante fluido, pero luego, acostada en mi cama con la mente un poco más clara y limpia, aunque no pueda decir lo mismo de mi cuerpo, reflexioné; ya no estaba enfadada, más bien me sentí avergonzada, recordé con añoro como el día anterior desperdiciaba sin conciencia el agua y me llegó ese dicho tan popular y lo adapté a mi situación: nadie sabe el valor que el agua tiene hasta que la pierde.

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