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MIRANDO POR EL RETROVISOR

Urge el control

Era una mañana en la que decidí no aplazar una diligencia personal pese al mal tiempo. En las calles se percibían los remanentes de un copioso aguacero que cayó al despuntar el alba.

Estaba más pendiente de resguardarme de la ligera llovizna que todavía fluía y no había puesto bien el pie en la acera cuando perdí el equilibrio y tuve que hacer malabares para no caer al pavimento. ¿La razón? Frente a ese negocio la acera ha sido modificada y en lugar del material adecuado para permitir un desplazamiento rápido y seguro al peatón, ha sido colocado un mosaico resbaloso y peligroso, incluso cuando está seco.

Otro día salí con bastante tiempo a una reunión, pero comoquiera llegué tarde. ¿El motivo? En una calle donde los vehículos suelen estacionarse en paralelo, un conductor detuvo su yipeta en el pequeño espacio que quedó para la circulación, la cerró y fue a realizar una transacción en uno de los negocios de la vía. Le tomó 10 minutos, tiempo que debieron esperar todos los vehículos que quedaron detrás del suyo en una larga cola.

Son solo dos pequeños ejemplos del desorden que se observa a diario en cualquier vía del Gran Santo Domingo, debido al uso indiscriminado de los espacios públicos.

Un vendedor informal que oferta su producto en cualquier lugar, la exhibición de mercancías en las aceras y al borde de los contenes, negocios instalados hasta en la calzada, la basura que tapa imbornales hasta con un escupitajo y la violación de las normas de tránsito sin ningún temor a las consecuencias, no solo limitan a diario el desplazamiento de vehículos y peatones, sino que han convertido las vías en escenarios riesgosos para la salud física y mental.

Un país donde, según las más recientes cifras de la Dirección General de Impuestos Internos, el parque vehicular registrado asciende a 4,097,338 unidades, con alrededor de 300,000 ingresos cada año, no puede seguir en medio de un desorden que lo tiene al borde del colapso.

Hasta las vías donde diez años atrás era inimaginable encontrarse con un taponamiento, ya lucen congestionadas a cualquier hora del día y de la noche.

Los gobiernos locales siempre han sido indiferentes a una de sus principales responsabilidades: la regulación del transporte y el tránsito en sus zonas de influencia. Han dejado esa tarea al gobierno central, a través de instituciones que lamentablemente exhiben pocos logros en esa materia, desbordados por una falta de conciencia casi generalizada y la imposición de la ley del más fuerte.

Cuando estuve a punto de caer en aquella acera, solo pensé en las personas de la tercera edad que no tuvieron mi suerte, y hoy tienen que lidiar con lesiones permanentes que las mantienen postradas en esa etapa de su vida, además del impacto económico que implica para las familias encarar ese imprevisto.

Publio Terencio, escritor de comedias latino que se caracterizó por su estilo directo, es el autor de la célebre frase “Nada humano me es ajeno”. La hemos acuñado los periodistas para dejar bien claro que desde el instante en que seamos indiferentes a las necesidades del ser humano, ahí mismo llegó a su final la verdadera esencia de nuestra profesión.

Pienso que igual pasa con los gobernantes, y ahora me refiero específicamente a los alcaldes tan llamados a garantizar el orden y el respeto en sus demarcaciones.

Suelen aplazar decisiones “dolorosas” porque conllevan la pérdida de votos y hasta del apoyo económico que podría garantizarles su permanencia en el cargo. Siguen ajenos al impacto en el ser humano que implica el crecimiento y cambios de las ciudades sin reglas a un ritmo vertiginoso.

Los gobiernos locales deben sacudirse del síndrome de la indiferencia. Los alcaldes no pueden seguir ajenos y al margen de las necesidades de una población que solo anhela vivir en ciudades viables, posibles, emprendedoras, o como usted quiera llamarles. Urge el control.

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