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EL DEDO EN EL GATILLO

Échame a mí la culpa de lo que pase

Nicolás Guillén no murió de la próstata, ni de un infarto, ni de tristeza. Ni siquiera por la cangrena que mutiló una de sus piernas.

Fue en Santo Domingo, muchos años después, cuando descubrí qué lo mató.

Muchos años pasé culpando a otros de su muerte. No me daba cuenta que una parte importante de mi ser también se fue con él.

Nicolás Guillén supo que la poesía también podía ser un arma que también incitara la lectura. Perteneció a una generación que transformó el patrioterismo en un discurso ético. Su ingenio unía forma y contenido con asombrosa elegancia. Sin embargo, no fue un poeta meramente ingenioso como algunos pretenden. Era tan profundo como Neruda o tan humano como Vallejo.

Él no vio al negro como un bailarín de vodevil, sino como un ser humano con un corazón en el pecho y una cultura propia que no tenía nada que envidarle a nadie.

Nicolás Guillén quedó como un gran poeta dentro de su contexto. Como también quedó en el suyo otro cubano inmortal: Agustín Acosta. Cuando el azúcar dejó de señorear, sus versos se minimizaron. En el caso de Guillén, el deterioro de la sociedad cubana también provocó el surgimiento de otra manera de mirar.

Y contra la historia, nadie puede.

Cuba tuvo dos poetas nacionales. No creo que la pretensión ideológica de cada uno haya determinado la titularidad nacional. A ambos los devoró el contexto, con su pro y su contra. Quedaron sembrados en un apacible amanecer.

Fue muy difícil para mí entender que los títulos honorarios son como el polvo del camino. Y tarde o temprano, también serán transfigurados. Aunque la obra quede, y el recuerdo nos mate.

Cualquier tiempo pasado no fue mejor. Fue pasado.

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