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El dedo en el gatillo

Retrato de un comunista adolescente

Cinco años consecutivos cortando caña y encendiendo mis labios bajo el grito de “Patria o Muerte” no fueron suficientes para alcanzar el carné de Joven Comunista. Tuve que ser realmente un joven comunista. Tuve que incluirme en movilizaciones militares, guardias cederistas marchas los fines de semana y entrega en cuerpo y alma al proceso político. Ese era el color de una ideología que asumí como mía propia sin saber a ciencia cierta las curvas del carril. Y mi carácter perdió su humildad par vestir otro mucho más triunfalista, arrogante y a prueba de grietas inmisericordes. Además de cortar caña, recoger café, sembrar papas y subir el pico Turquino, me gradué de abogado en la Universidad de La Habana. Fui oficial de las Tropas Territoriales y responsable ideológico de los Comités de Defensa de la Revolución. Con todo ese historial a cuesta, al cumplir los treinta años me obligaron a entregar el carné rojo por no reunir condiciones para ser miembro del Partido Comunista. Y todo lo anterior se fue al desgaire. Ese día llevé de manos a mi hija frente a los dos infelices que más tarde dieron un paso similar al mío. Ambos, sin mirarme el rostro, se apiadaron de mi silencio. Yo les entregué mi carné con una sonrisa en los labios.

Aspiraba a ser poeta. A no llorar ante nadie suplicando un cargo público de “importancia”. Un verano 1979 conocí a Nicolás Guillén, quien al poco tiempo me llevó a trabajar a su lado hasta el día de su muerte.

En la “finca” del Poeta Nacional (como sus enemigos llamaban a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba de entonces), hice de todo. Y demostré que mis posiciones de izquierda eran mucho más sólidas que las de aquellos que me había negado la entrada al Partido. Organicé brigadas de escritores y artistas para subir a las montañas de Guantánamo, y dirigí el sindicato de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Toda esta actitud tuvo también una buena dosis de ingenuidad. No sabía que el mundo intelectual cubano era un nido de víboras. Sin darme cuenta me había metido en medio de dos partes que se odiaban y se despreciaban más que los cubanos de Miami y los de La Habana: el bando del mal llamado quinquenio gris y sus oponentes, enemigos de Guillén.

A la muerte del Poeta Nacional me cortaron las alas. Los nuevos “ministros” no querían saber de mí. Poco les importaba mi suerte y la de mi familia. Sólo mis viejos amigos, ex integrantes del equipo de Guillén, me dieron la mano, pero no era suficiente. Tenía que olvidarme de escribir, de las brigadas montañeses, de los programas de radio y televisión y, sobre todo, de brindar un desinteresado servicio social a mi país natal con el resultado de mi trabajo. Ahora conozco un poco más ese sentimiento de angustia de los que caen en desgracia.

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