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EL CORRER DE LOS DÍAS

El cadáver del brillo (1)

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

El cadáver del brillo podría ser la sombra que proyecta, puesto que, sin brillo, sin anterior reflejo, ella no existiría.

Todo brillo tiene su ser y estar. Por eso cada asomo de luminosidad sufre la amenaza de un interior oscuro que no es sino brillo deteriorado, o quizás derruido, que a veces se acomoda, y se complementa, según su riesgo de morir o de vivir a destiempo.

En su ida y vuelta, aunque fundidos a su acomodo, los brillos revelan por su rostro mixto, un semblante racial que no permite otras interpretaciones, puesto que la faz del espíritu solo se aprecia brevemente cuando el brillo y la sombra se desnudan.

Se dice que en el camino hacia un Belén de Judea, aquel camello de nombre desconocido, (y equivocado de ruta,) murió en el trayecto de sus pisadas, atosigado por la luz, cansado de la vaporosa ausencia y de la amenaza del brillo en su joroba casi puntiaguda, y que por ello, entre muchos cristianos viejos, se le considera uno de los primeros mártires del cristianismo, desde donde nace la biografía desmembrada del primer sepulturero, enterrador de bultos, que secanos, se habían convertido en sacos de piel y de huesos. Ambos, hombre y camello, brillo y sombra, están labrados por el sol en el viejo camino de Damasco, en una estatua de pegajosa luz material como habitantes del sitio más oscuro del corazón, esperando la promesa casi milenaria de ser santificados mientras el sol se aprovecha de su ceguera.

El pernicioso Herodes, supuso que matando niños podría detener la Historia.

Para él, cada niño, pudo haber sido un capítulo de violencia contra los designios del Imperio Romano. Quería llegar a viejo sin futuros enemigos. Quitada de en medio la inocencia, quedaba solo la religión de Minerva y de un Apolo Trimegisto.

Pero la historia, como se mostraba en la voz de Rodriguito, aquí, en la era de Trujillo, era siempre la misma.

El crimen era para Herodes, la fórmula para desguazarla deteniéndola desde la infancia misma, formando parte de la voz que afirmaba sin contemplaciones que existe un “aquello” que, prosigue su agitado curso, con vocería policial de fondo, suficiente como argumento para una, también estatua luminosa, novela esculpida en voz fañosa de locutor en riesgo aguardentoso, con sombrero de piel y decadente cabellera. Cuando el pernicioso Herodes preguntó a Rodriguito por sus hijos, este prefirió callar aunque interiormente seguía conversando, porque su voz siguió siendo la que marcaría muchos de estos tiempos; brillo de la clepsidra en contraste con la sombra de las agujas perdidas del anciano reloj de la catedral. Algún día, cuando pueda hacerse la clasificación de los brillos, tendría que hacerse la de las sombras, y al completarse sombras y brillos en análisis precisos, sabremos qué constituye cada brillo, y qué lleva en su árgana la sombra.

Que esconde el brillo y si eso que esconde se transfiere a la sombra con “la cosa” intermediaria.

Queda mucho por aprender en la semántica de lo desconocido.

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