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UMBRAL

El mangú del batey

Mi infancia fue dulce. Tuve padres presentes para suplir, sin falta, mis necesidades materiales, las que iban acompañadas de aquellas que se satisfacen con la orientación cívica y espiritual: sermones, consejos y reprimendas andaban siempre matrimoniados con el escaparate de sus vidas; la armonía entre pasos y palabras me evitaron conflictos internos: él era un modelo que asumía con dedicación frenética sus proyectos, entre ellos el familiar; ella la gallina dura de alas abiertas para la protección que distribuía los granos de maíz en proporciones iguales entre sus hijos.

Disfruté de la presencia de ambos, del calor protector que desbordaba la casa. Las “pelas” de mi madre dolían, las miradas con llamadas de atención de mi padre dolían más. Prefería el dolor físico a la vergüenza que me causaba una mirada reprobadora. Ella canalizaba sus afectos a través de la cocina, complaciendo a la carta a cada uno cuando sentía que requeríamos de afectos, aunque cuando algo la enojaba reclamaba que no estábamos en un restaurante. La satisfacción le brotaba cuando ponía la mesa, evidenciándolo al abandonar nuestros nombres y recurrir a apodos que no salían de nuestras cuatro paredes.

Él desparramaba su cariño jugando con el significado de las palabras, lo que para nosotros eran juegos prehistóricos, de su época, algo rudimentarios, cuestión de la que no escapamos los padres de hoy, cuyos hijos van más allá de la cotidianidad digital que marca la vida de todos. Trataba de que sus rituales cristianos parecieran divertidos. Así por ejemplo, con chistes y cosquillas nos hacía levantar para ir al “culto matutino” los sábado a las seis de la mañana, después de pasar toda una semana madrugando para ir al colegio, a lo que se añadía la “escuela dominical” que iniciaba a pocas horas de la salida del sol.

La vida de Don Juan era la carretera. Como agente vendedor recorría el país, y yo le acompañé muchas veces para su fastidio, pues a decir de él lo atosigaba con preguntas que traían respuestas cargadas de nuevas preguntas como un cuestionario infinito que se reproducía sin parar. De lunes a viernes se concentraba en esa tarea profesional, pero el sábado, con la desaprobación de Doña Olga, volvía a consumir asfalto en calidad de predicador, en programas extensos y agotadores que involucraban a decenas de “hermanos” prestos al sacrificio de su tiempo de ocio “para salvar a la Humanidad de la perdición”.

También serví de copiloto en estos recorridos “evangelísticos” a los que más tarde se sumó mi madre desplazándome a los asientos traseros del vehículo. El destino era casi siempre un batey, allí donde están las plantaciones de cañas con miles de braceros extranjeros que desde el templo me mostraron un mundo que hasta entonces desconocía: el creole haitiano, el tambor vibrante, una insinuación de baile más espiritual que carnal, donde el trance se convertía en punto central, lo que me dejaba completamente desconcertado.

La llegada al templo estaba precedida por una parada obligatoria: la casa del pastor de la iglesia, “Timán”, un agradable ser humano que tenía por compañera a Rosita, más afable que él. Su cariño salía a borbotones con efluvios maternales. “¡Llegó Manolo!”, gritaba cuando me veía asomar, y ordenaba de inmediato prepararme un mangú con plátano hervido en su cáscara. El pasado sábado tuve el placer de verla, abrazarla y besarla.

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