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EL DEDO EN EL GATILLO

Dominicano a mucha honra

Cuando un dominicano y un extranjero se van a los puños, la policía, sin preguntar, a quien primero se lleva preso es al extranjero, y después se averigua.

No piense el lector que esto se escribe en honor a las trompadas recibidas de algunos amigos dominicanos. Por suerte para mí, en esos pleitos personales, jamás la policía ha intervenido.

En mis primeros años en Santo Domingo me mató la soledad. Pero no era un tipo de soledad hermética, pues siempre estuve rodeado de gentes valiosas que me recordaron mi dignidad como persona y se esmeraban en hacerme olvidar mi tragedia personal. Mi soledad era familiar a causa de la idealización que siempre hice de mi familia de quien no tuve más remedio que separarme algunos años para garantizarle un futuro más promisorio.

Y en medio de esa soledad, comprendí también que mi deber era estar sentado al fondo de la mesa. Mi deber no era buscar tribunas ni enrostrarle a nadie mi falsa condición de genio venido del más allá.

Los dominicanos han sido mis hermanos, en las buenas y en las malas. A ellos les debo todo lo que he alcanzado hasta hoy, que es mucho decir, no solo por ser un hombre agradecido, sino por volver la vista atrás y descubrir que aquí llegué gracias a generosidad ilimitada de un emigrante como yo, alguien que me enseñó todas estas verdades y que además tuvo el gesto de abrirme constantemente los ojos: “cuando tu esperanza se quiebre, cuando te falte un plato de comida, toca en la puerta de un dominicano, no de un extranjero, pues esa estará siempre abierta para ti. Y sin pedirte nada a cambio”. Esas palabras de Miguel Sang Ben dichas en mi oído 28 años atrás fueron las más ciertas y hermosas que he escuchado en toda mi vida.

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