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Buena ley, pero calimocha

El Senado de la República aprobó en dos lecturas consecutivas la Ley de Reforma al Régimen Electoral, y se espera que la Cámara de Diputados haga lo propio en las próximas horas. En sentido general, parece una buena ley, que junto a la de Partidos, está llamada a ofrecer una respuesta medianamente aceptable a las debilidades de la democracia dominicana.

Uno de los aspectos más trascendentales de esta ley es que impone controles a la financiación y al gasto electoral. En lo adelante, los candidatos tendrán topes a la cantidad de dinero que podrán utilizar en sus campañas; deberán transparentar ese gasto, tendrán que revelar la identidad de sus donantes y se limitará a la cantidad de dinero a recibir de una sola persona física o jurídica.

Si bien se trata de límites bastante holgados, al menos existirá algún tipo de control que ayude a mitigar los efectos nocivos del excesivo y desmedido gasto electoral.

Una de las mayores debilidades de esta democracia, devenida como consecuencia prácticamente, en una plutocracia.

Para las candidaturas presidenciales el tope del gasto será 122.50 pesos por elector, para candidatos a senadores y diputados será de 105 pesos y para aspirantes a alcaldes será de 87.50 pesos.

Y si bien son topes elevados, en honor a la verdad son sustancialmente menores a los propuestos por la Junta Central Electoral, en el proyecto sometido originalmente.

Por lo que, si partimos de que el padrón para las elecciones del 2020 tendrá poco más de siete millones de electores, en las próximas elecciones las candidaturas presidenciales podrán gastar en el rango de los ochocientos cincuenta y novecientos millones de pesos, y los aspirantes a congresistas ---dependiendo de la demarcación--- podrán gastar desde menos de un millón de pesos en las circunscripciones más pequeñas, hasta doscientos millones, en los territorios más poblados.

Y como las contribuciones individuales realizadas por una sola personas física o jurídica no podrán ser superiores al 1% de los límites establecidos, supondrá que en la próxima campaña la máxima donación que se podrá realizar a favor de un candidato presidencial será de aproximadamente ocho millones, lo que está llamado a reducir sustancialmente la influencia que tendrán sobre los funcionarios de elección, grupos económicos o de interés particular, o personajes con fortunas cuestionables.

Otro aspecto positivo que contiene la pieza aprobada por el Senado es la regulación de las firmas encuestadoras y de la difusión de sus estudios de opinión, ya que las firmas deberán estar acreditadas ante la Junta Central Electoral y no podrán difundir encuestas desde siete días antes de los comicios.

Y con la entrada en vigencia de esta ley se modifica el horario de votación, que a partir del 2020 será desde las 7 de la mañana hasta las 5 de la tarde; se establecen restricciones sobre el uso de fondos públicos en los días finales de las campañas, tanto para el Gobierno Central como para las entidades públicas descentralizadas y las alcaldías; los candidatos que ocupen cargos públicos deberán cesar en sus funciones desde el momento en que su candidatura sea aceptada; se crea la figura del Fiscal Electoral; y profesionales de áreas diferentes al Derecho podrán ser miembros de la Junta Central Electoral.

Como se puede apreciar se trata de un proyecto con muchas bondades, que deberá suponer un avance en el proceso de consolidación de nuestra arrítmica democracia. Aunque también presenta debilidades que evidencian que las cúpulas partidarias continúan negadas a comprometerse con reformas profundas, a riesgo de perder sus privilegios.

La principal flaqueza fue dejar intacto el modelo de elección congresual, con el arrastre entre diputados y senadores y la aplicación del método D’Hondt para la distribución de los escaños en la Cámara de Diputados.

El sistema que mayor representatividad aporta a la democracia es el de distritos electorales uninominales; es decir, que dentro de las provincias se distribuyan los diputados, uno por demarcación, determinado de acuerdo a las características geográficas y al número de habitantes de cada distrito. De esa forma los votantes saben con precisión el nombre y apellido de “su diputado”, exigir rendición de cuentas y votar directamente por la opción que desee. Es el modelo más democrático, no se cuelan opciones menos votadas y la gente elige fielmente a sus representantes.

Pero si bien era demasiado pretensioso aspirar a que las cúpulas partidarias redujeran sus privilegios y la capacidad de maniobra que les confiere el actual modelo. De una reforma al sistema electoral se hubiera esperado, al menos, la eliminación del arrastre entre diputados y los senadores. Y al no hacerlo, se pierde la oportunidad de extirpar una disfuncionalidad que atenta contra la sanidad del sistema electoral y deja esta reforma medio calimocha.

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