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La ciudad pequeña, ¡perdida y querida!

La calle El Conde de René del Risco y de Pedro Peix ya no es la ciudad del viento frio, ese leve sentir de la caída del grito y la incorporación a las nuevas demandas del vivir. No tiene su aliento ni su vaporosa enseña de cantos y miradas furtivas en el azulejo del mar en los atardeceres. No es esta la ciudad del asombro y la música de las comparsas, palomas y duendes débiles, nave del albur, miel fugaz de nácar y liricas ruinas de la quimera. Los vitrales del amor tienen ojos nuevos, saetas triviales, una demorada utopía inalcanzable. He recorrido el entramado como quien se asoma a un museo distante de oropel y graznido.

Ahora los grandes establecimientos en cadena estallan masivos en ofertas y consumo desmedido, nos desbordan, nos anulan. Uno se apoya en la brisa buscando un sueño que se niegue a morir, un bosquejo segregado de luceros, un índice de botija y agua mansa, donde asilar el recuerdo, la claridad humeante de la utopía. La morralla cruza impune las murallas, donde con alquimias y palabras fundamos alguna vez el amor, como un asomo del zodiaco, poblado de ciguas sobre los acantilados. René que la dibujó como cascabel y refugio en los amantes de entonces, no la conocería en su flagelada ruindad. Pedro que juró seguir caminándola como un fantasma, no volvería a cruzarla sin increparla altivamente. Ahora los pavimentos y las cadenas funcionan al instante, y el amor es una anudada trenza de la noche.

Me pregunto si no es posible reinventarla, colocar sus apremios para otros hombres que sugieran primaveras en la vastedad absoluta de la obscuridad. Me pregunto si no podremos clausurar sus pistas sodomizadas en el pavor y los estupefacientes. O acaso apostar a una calle reencarnada en otro tiempo y edad para otros hombres y otras honduras, para otros valores fraternos. Fue el fluir de una edad vaporosa. Es hoy el tramo imposible del derrumbe y el desfile de granujas. Hemos quedado a la intemperie bajo una tardía floración de botijas, en una calle que fue historia, que fue ciudad, que fue patria. La calle El Conde y la ciudad, “La ciudad mía de ensalmos llena/trabase la lengua/ y desandan lazarillos como palmeras/pero no acierta el ser envanecido, ignaro/esta ciudad se desdice/en sus recamaras aguardan suplicios/el neón/la usura, la polución/ no trasciende la ciudad/oscila el llanto/los anticristos de trasluz hormiguean en tribunas/mítines y conciliábulos/la instigada ciudad tiene tutores del alma en pena/si la purga el hechicero/Dónde están los luases/la protección de los conjurados/ dónde están las momias/que vagan como nubes y pesadumbres/donde/ para beber en esa muerte escénica/ impostora y horrenda”.

Los limites citadinos han sido desbordados, hay una ciudad envejeciente que no tiene dolientes en ese proceso de culto a la urbe, a los grandes edificios y plazas, al tiempo digital que es tiempo liquido. Requerimos la preservación de los símbolos, el entronque histórico de origen, el fuego manso de las cenizas de los héroes, el terruño como una propuesta de identidad, la lealtad a la sangre y al amor que nos creó en la Puerta de la Misericordia el 27 de febrero de 1844, en Capotillo el 16 de agosto de 1863 y en el Baluarte del Conde en abril del 65.

“Envejecemos en bóvedas/espantados/Agoreras las confidencias/ el encono sostenidoÖ/La ciudad balancea su peso/en párpados sombreados/que aligeran el instante/imperturbables, perezosos/ cuando la voz es magia/cautiverio de la adolescencia/ conjuro que exorciza sinfonías y destinos/procuro la palabra/su mudanza de amor/Los contertulios no desdoblan maravillas/ sus puntuales voces no atrapan leyendas/será la agonía de no perdurar/indescifrables/dejándonos cada día”.

La calle es finamente un tramo horadado de leyendas, hay todo un proceso que desmantela el tejido continuo del amor como refugio. La post modernidad es una escala hacia niveles insospechados, ignotos. Dónde evoluciona el corazón, su central térmica de emociones frente al vacío del alma y su impotencia para retener las providencias del amor, la nostalgia flagelada.

“El amor nutre los centenarios/las proscripciones/los rostros amados/el ritual intemporal onírico/ de una ciudad a la que nos aferramos/sin revocar sus espejos y pesadillas/sin saber de qué sustancia/contrición/ de que inasible contienda cósmica/ somos un deliberado juego/ unos cánones misteriosos/unas sombras intricadas/ Del sueño el amor/el logos que lo habita/en los pórticos ilusorios/Del tiempo su ajena copa/ sumo hierofante/por siempre piramidal e irrefutable/donde advienen los címbalos/ la exultante asepsia/ el poema que arrebata al tiempo sus registros”.

“Como cálido soplo que cruza las ramas de los árboles/y se interna veloz entre vidrieras y adoquines/ Como muchachas hermosísimas/ que tienen los ojos de miel y almendros/ con la piel tan próxima y suave/ Como poetas y bohemios/apostando al mar y a la nostalgia/Como diletantes que arreglan el mundo/a las cinco de la tarde, todos los días/ Como recinto letal/donde alguien ve morir ilusiones y deseos/Como oferta y despojo/como alacrán y hormiga/Como vuelo tibio de una llama/en que la patria se convirtió en calle/en paisaje de alondra y llanto/Como pisadas que se vuelven danzas/rituales de amores paralelos/blandos instantes, lloviznas/ honduras fugaces donde se citan los amantes/Como farsa y asombro/como corredor de tunantes/ lienzos de la rosa y el lobo/ladrillos donde alguien confi esa con grafi ti/su naufragio, su éxtasis/su díscola mudanza de amor/Oh calle El Conde/como tú, embeleso y fortuna/ celaje de feroz dulzura/como cielo y luna/como nupcias del alma/como duende de violeta grávida/ se gestó esta canción/que en tu voz/ navega por la ciudad”.

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