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OTEANDO

El país tiene un juez

Ha vivido la parquedad existencial que le reclama su propia extracción. Ha aceptado de la sociedad lo que ésta le ha dado sin reclamar para sí ninguna suerte de reconocimiento ni concesiones, aunque con méritos de sobra para ello. Seguro no le ora al mismo Dios que le ora la legión de hipócritas que daña por el día y se arrepiente por la noche, sino que le ora a su propia conciencia, en un ejercicio dialéctico franco que busca, cada vez más, ser honesto consigo mismo. Su religión la constituyen su familia y el trabajo.

De seguro que, en su juventud -época en que los medios de transporte eran mucho más escasos que hoy-, muchos se detuvieron con él, al verlo caminar a pie hacia algún sitio, con la intención de transportarlo de gratis y se encontraron con el extraño rechazo de su oferta, razón por la que ligeramente se atrevieron a juzgarlo como huraño.

No habla más de lo necesario, no tiene muchos amigos y está consciente de por qué; mas no le importa ni le amarga. No necesita apologías, no actúa para ganarlas.

En la tarde del lunes 10 de diciembre lo eligieron juez del Tribunal Constitucional en medio de un proceso de selección que habla muy bien del Consejo Nacional de la Magistratura y mucho mejor del Presidente de la República, habiendo demostrado esa instancia que las diferencias políticas no interfieren con el desempeño honesto que la sociedad reclama, y el Presidente, al igual que lo hizo con la elección del Tribunal Superior Electoral, que no mete su cuchara en el guiso de los asuntos institucionales, y que no aspira blindarse porque no lo necesita, pero, sobre todo, que tiene sentido de la historia y el lugar que éste le reserva.

Sé que se sorprenderá al leer este artículo, pues como dije, nada espera de las personas, y sobre todo, porque seguro ni siquiera recuerda -como yo tampoco- la última vez que nos saludamos, lo cual ha ocurrido muy escasamente; pero lo escribo por un compromiso con mi propia conciencia y para destacar a las presentes y futuras generaciones el trascendente hecho de una elección que prestigia el país, y más, que tiene como único fundamento la historia de una vida honrada, impoluta, y demuestra que “la primera profesión que debe aprender un hombre es la de ser esencialmente bueno”.

A su hijo, quien frecuentaba mi casa en los años de sus estudios de grado -porque fue de la misma promoción que mi hijo y son buenos amigos-, siempre le he dicho: “Francis, tienes un papá del que debes enorgullecerte, porque podrá equivocarse, pero nunca te avergonzará”. A mi hijo Franklin le he dicho: “Conserva la amistad con Francis, porque con frecuencia, los hijos heredan la conducta de sus padres”.

Tengo varios jueces que conozco, de los que puedo y debo hablar bien, incluso del propio Tribunal Constitucional. Uno de ellos me encontró en la librería que frecuentamos hace poco y me distinguió manifestándome que lee y sigue mis artículos, un hombre con muchísimos méritos y sobrada probidad, y sobre quien, algún día, no muy tarde, escribiré; pero hoy lo hago sobre éste que ha sido recién electo, para felicitar, primero a su familia, en la persona de Francis Gil, su hijo, que ha visto coronar, en un acto de justicia, la vida pulcra y ejemplar de su padre; y segundo, al país, a esta República Dominicana que tanto ha luchado por el triunfo del bien sobre el mal en nuestra vida política e institucional, diciéndole que la institucionalidad avanza porque, en Domingo Gil, como en otros tantos que no menciono aquí, pero que son muy buenos, el país tiene un juez.

El autor es abogado y politólogo

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