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PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA

Salen los Hohenstaufen y entran los Anjou

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Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.Santo Domingo

Para comprender la historia de la Iglesia de los siglos XIII, XIV y XV hay que seguirle la pista a la lucha por el poder. Papas, obispos, clero, religiosos y religiosas por muchas funciones espirituales y evangélicas que realizasen, también eran un poder. Incluso los miles y miles de campesinos pobres repartidos en feudos, encadenados a la tierra, ¡eran un poder! Si su señor iba a la guerra, esos campesinos pobres serían su infantería. Muchos mozalbetes se desempeñarían como escuderos y guardianes de caballos, y las mujeres prepararían durante días las vituallas que sostendrían las huestes comprometidas en una guerra. Todos aquellos contingentes armados, como lo advirtiera Napoléon en su tiempo, caminaban sobre sus estómagos. Papas y obispos mantenían ejércitos. Todavía Pío IX en 1870, tuvo el suyo.

Además de ser cabeza de la Iglesia, obispo de Roma y padre espiritual de todos los pueblos de la cristiandad occidental, el papa era también un monarca que gobernaba amplios territorios en la península italiana, cobraba impuestos y juzgaba cualquier asunto. Su aprobación, sanciones y juicios eran respetados por los obispos, superiores religiosos, los monarcas y la nobleza de Europa.

A medida que se fue conociendo más el derecho romano en el siglo XII, emperadores y reyes, no solo vieron en el papa un rival competidor por la lealtad y los recursos de los mismos súbditos, sino también se atrevieron a enfrentarse a los designios papales con armas en las manos. Recientemente estudiamos a Federico I, de la casa Hohenstaufen (1155 - 1190), apelado el Barbarroja y su nieto Federico II Hohenstaufen (1220 - 1250). Ambos pretendieron limitar el poder de los papas sobre sus tierras y asuntos. Sus luchas afectaron a los católicos de los reinos alemanes, y los pueblos y ciudades de Italia.

Los reinos de los Hohenstaufen, tanto en el norte como en el sur de Italia, fueron motivos de discordia, pues los papas se rehusaban a ser el queso, atrapado entre los panes del sándwich Hohenstaufen: sus posesiones en el norte de Italia y el Reino de Sicilia y Nápoles. Desde Inocencio III (Ü 1216) hasta Clemente IV en el 1265, todos los papas habían tratado de evitar que las coronas del Imperio alemán y los reinos de Sicilia y Nápoles estuvieran en la misma cabeza, cosa que sucedió con Federico II, condenado en su momento como “la bestia del Apocalipsis”.

El papa y sus asesores vieron una gran oportunidad en dos eventos: la muerte de Federico II Hohenstaufen en el 1250 y la de Manfredo, uno de sus hijos en 1266.

Fue así cómo Clemente IV, papa (1265 - 1268), poco después de la muerte en batalla de Manfredo, coronó rey de Sicilia a un francés, el Duque Carlos de Anjou en el mismo 1266. Carlos debía su ducado a su hermano, San Luis IX rey de Francia, quien su testamento le aconsejaba a su hijo: “sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalmente la blasfemia y la herejía”.

Parecía abrirse una nueva era de libertad para los papas, libres de las acechanzas y ambiciones de los Hohenstaufen. Empezando por Carlos, los Duques de Anjou, reinarían en el sur de Italia sin conexiones imperiales alemanas.

Muerto Clemente IV en 1268, los cardenales estaban divididos: unos obedecían al rey de Nápoles, otros priorizaban intereses familiares. Cuando llevaban casi tres años mordiéndose sin elegir papa, el gobierno de Viterbo, lugar del cónclave, primero, los encerró en el palacio papal, luego les quitó el techo y finalmente los puso a pan y agua. La dieta trajo sabiduría: una comisión nombró papa a Gregorio X (1271 - 1276). Su pontificado nos explica qué preocupaba a la Iglesia de su época.

El autor es Profesor

Asociado de la PUCMM

mmaza@pucmm.edu.do

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