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EL DEDO EN EL GATILLO

Isla abierta

En el interior de mi equipaje de mano a Santo Domingo incluí varios artículos y libros inéditos. Uno de ellos era una antología de décimas escritas y publicadas por el gran poeta cubano José Lezama Lima. El líder del grupo Orígenes era también cultor de la espinela, aunque decidió no incluir en su prestigiosa bibliografía, un tomo con ellas reunidas.

Diseminadas entre sus novelas, poemarios y papelería inédita, las fui rescatando hasta formar con ellas un pequeño volumen al que le escribí un estudio introductorio de más de 30 páginas, algo que nunca antes se había hecho.

También traje a Santo Domingo una antología de la décima cubana y un panorama de esa composición estrófica, junto a artículos sobre Justo Vega y Jesús Orta Ruiz.

Un día llevé todos esos materiales a casa de mi compatriota María Isabel Martínez para que me indicara qué hacer con los mismos. La notable intelectual cubana me acompañó al despacho del gran poeta y músico Manuel Rueda, director entonces del suplemento cultural más importante en la historia de las letras dominicanas:Isla Abierta. Le caí bien a Rueda, entre otras cosas porque, como estudioso también de la cultura popular, se dio cuenta de que no andaba buscando tribunas para el ego.

Mis artículos comenzaron a publicarse y por primera vez cobré una colaboración internacional que por ese año 1989 rondaba los cincuenta pesos.

Durante mis visitas ese año conocí y trabé amistad con alguien que ha significado mucho en mi vida profesional, Andrés Blanco Díaz, quien fungía entonces como asistente de don Manuel. Él preparaba y corregía mis artículos con meticulosidad profesional.

Con Blanco conocí algunos escritores clásicos dominicanos y personalmente me ayudó a encontrar autores de espinelas, pues era mi intención preparar una antología de la décima escrita en la República Dominicana.

A mi regreso a Santo Domingo al siguiente año, y a pesar de mis meses veganos, proseguí viajando a la ciudad capital para entregar nuevas colaboraciones al suplemento. Esa vez no pude cobrar mis honorarios por el impedimento de residir y trabajar fuera de la ciudad.

Cuando regresé en 1992 con un nuevo permiso, de inmediato me personé en su oficina. Don Manuel se alegró tanto al verme que, emocionado, me preguntó por qué yo no iba con más frecuencia a verlo, que dónde estaba yo metido. Blanco le informó que mis ausencias se debían a mis idas y venidas a Cuba.

–No dejes de traerme tus escritos. Voy a publicarlos –me comunicó Rueda.

Andrés Blanco fue mi mentor. Lo mantenía al tanto de cualquier inquietud vinculada con el suplemento y mis colaboraciones, así como mi preocupación por mi familia cubana y las gestiones que debía emprender para unirme con ella aquí, en la República Dominicana.

Como desde mi llegada también publiqué en el periódico El Nacional una columna semanal titulada “Historia de la décima”, le comenté a Blanco si existía la posibilidad de cobrar mis honorarios por esas colaboraciones junto con las de Isla Abierta. Cuando hice externé esta inquietud, el pago de cada colaboración había ascendido de a 300 pesos por artículo.

Después que Don Manuel autorizó este pago, Blanco conversó con quien entonces era la encargada de pagar las colaboraciones, la inolvidable doña Eneida, y ante su respuesta afirmativa, él se encargó de los trámites burocráticos. Y en menos de un mes pude cobrar una cantidad de dinero que de inmediato fue cambiada en dólares. Para mí, que nada tenía, ese dinero era como una pequeña fortuna para enviar a Cuba. Mi gran amigo Abelardo Llerandi, cuyo negocio todavía se encuentra frente a los periódicos del Grupo Corripio, tuvo conmigo otro un gesto imposible del olvidar: me guardó aquel dinero en espera de un viajero ocasional a La Habana.

Y la vida quiso que fuera el propio Andrés Blanco quien visitara la capital cubana para una investigación literaria. Él le entregó a mi esposa esa suma junto a varios paquetes de comestibles. Pero ella ya no se encontraba bien de salud y así me lo hizo saber a su regreso. Sin embargo, mi cargo de conciencia pudo más que la sinceridad de sus palabras, y no le hice caso. Me sentí muy feliz al saber que los míos podían sobrevivir algunos meses con el resultado de mi creatividad intelectual.

Manuel Rueda me invitaba a todas las recepciones de los colaboradores de Isla Abierta. Encargaba a Blanco de que me entregara las invitaciones correspondientes.

-Ven a comer quesos… no faltes a ninguna –y nunca falté.

También me invitó al banquete que le ofreció la Fundación Corripio cuando fue distinguido con el Premio Nacional de Literatura. Como yo no tenía ropa adecuada para asistir a un acto de tal magnitud, traté de excusarme, pero fue en vano. Tuve que pedirle prestado a mi amigo Adriano Mota, una indumentaria presentable para la ocasión. Don Manuel, cuando me vio entrar en aquel recinto del Teatro Nacional, lleno de mesas con espléndidos manjares, se puso muy contento. Me presentó a Jacinto Gimbernard y a otros invitados especiales y sirvió mi plato, toda vez que la vergüenza me impedía hacerlo por mismo.

Después de aquel encuentro, con frecuencia me lo encontraba en la calle. Poco antes de morir, se compró un auto del año a instancias del propio Andrés Blanco. Era un Honda Accord, el cual mantenía como a una cortesana. Siempre sentí su trato afable, su sonrisa franca y su profundo respeto hacia mi persona.

Nuestro último encuentro sucedió pocos días antes de su muerte. Ocurrió en la antesala de la sala “Ravelo” del Teatro Nacional, en ocasión de la presentación de su obra memorable La trinitaria blanca. En esa ocasión lo acompañaba uno de los hermanos jimaguas que él consideraba como sus hijos.

Al verlo, fui hacia él y le di un fuerte abrazo que él no pudo corresponder.

–Ay, Beiro, tú estás muy enérgico, pero yo apenas puedo caminar –fueron sus palabras entonces.

La noticia de su muerte me sorprendió en una de mis tantas jornadas laborales en el vespertino La Nación. Mi tristeza pudo más que mi fortaleza intelectual, y me dio por escribir un panegírico emotivo que por algún archivo debe encontrarse. No tenía otro valor. Mucho después he tratado de escribir algunas piezas con mayor rigor literario. Y en este momento, no quiero que su impronta sea pasada por alto.

Sobre mi ensayo sobre las décimas de José Lezama Lima, tuvo un final trágico. Por suerte, Rueda me publicó un pequeño fragmento en Isla Abierta que todavía conservo. El libro lo entregué, entusiasmado, a una autoridad de gran poder literario en aquellos tiempos, con el ruego de su publicación. Para mi pesar, esa persona me devolvió el libro, que también incluía una extensa antología de espinelas escritas por Lezama. Según me informó, carecía de presupuesto para enfrentar una publicación así. Sin decirle nada, quise presionarlo ingenuamente. Recogí mi libro y sin que se diera cuenta lo dejé sobre el escritorio de su secretaria, con el ruego de que se lo recordara cuando el hombre estuviera de mejor carácter. No sabía yo que aquel alto funcionario observaba mis movimientos aún con la puerta de su oficina cerrada. Al marcharme, salió a su antedespacho, recogió mi libro del lugar donde lo había dejado y, ante el asombro de su secretaria, lo echó en el cesto de la basura.

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