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PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA

Devociones

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Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.Santo Domingo

La Edad Media tuvo una devoción eucarística centrada alrededor de la presencia real de Cristo. La comunión fue una práctica rara durante la Edad Media para la mayoría de los laicos. Se sabe de Catalina de Siena (1347 - 1380) que comulgaba semanalmente, pero ése fue un caso “rarísimo”. Los laicos estaban dominados por un sentimiento de “modestia e indignidad”. No olvidemos que animar al pueblo de Dios a la comunión diaria fue uno de los grandes logros del Santo Papa Pío X (1903 - 1914).

Dos factores favorecieron la devoción eucarística: primero, el IV Concilio de Letrán en el 1215 enseñó a todos los católicos que las palabras de Cristo: “Esto es mi cuerpo” debían de interpretarse literalmente y empleando la comprensión filosófica de la época, elaboró la doctrina de que el pan y el vino, en la misa, son transformados sustancialmente en el cuerpo y la sangre de Cristo.

El segundo factor, se debió al papa Urbano IV, al establecer para toda la Iglesia la fiesta del Corpus Christi, para honrar la presencia de Cristo en la Eucaristía. Desde entonces, el pan eucarístico fue expuesto a la adoración del pueblo. Entre las procesiones más famosas de la baja Edad Media estaba la del Corpus. Tanto España como Portugal al conquistar y colonizar las tierras americanas trajo esta devoción. Las procesiones del Corpus entre los pueblos de América eran verdaderas catequesis, donde la victoria de Cristo sobre el mal, era dramatizada con un elaborado despliegue de participantes disfrazados de ángeles y demonios, que huían derrotados.

La meta suprema de la devoción cristiana durante toda la Edad Media fue Jerusalén. No importó que la mayor parte del tiempo, Tierra Santa estuviera en manos musulmanas. Tanner recoge el testimonio de Margery Kempe, una peregrina inglesa de comienzos del siglo XV. Ya había pasado un tiempo desde aquel 1291 cuando la última fortaleza cristiana, Acre, había caído en manos musulmanas. La inglesa narra en su diario su jornadas a lomo de burro y el tremendo impacto que el vivo recuerdo de Jesús tuvo en su interior, “nunca podría expresar con palabras estas cosas una vez pasado el instante de sentirlas, por ser tan elevadas y tantas. Grande fue la gracia que nuestro Señor me mostró durante las tres semanas que pasé en JerusalénÖ Despúes cabalgué en un burro hasta Belén y cuando llegué a la Iglesia de la Natividad penetré en ella para ver el pesebre donde había nacido nuestro Señor. Me sentí dominada por una profunda devociónÖ Ö Los sarracenos me agasajaron, me escoltaron y me guiaron a todos los lugares que yo deseaba visitar en el país y encontré que todos eran buenos y amables conmigo, excepto mis propios compatriotas” (Libro de Margery Kempe, los capítulos 25 al 30).

Roma también fue otra apreciada meta de las peregrinaciones, especialmente desde que Bonifacio VIII (lo estudiaremos luego) proclamó el primer jubileo en el 1300. El Papa prometió que todo aquél que recorriese devotamente las cinco basílicas con deseo sincero de conversión, recibiría el perdón de las penas temporales debidas por los pecados cometidos. Las multitudes del 1300 nunca fueron igualadas. Los jubileos fueron proclamados cada vez con más frecuencia. Anualmente, Roma contaba con miles de peregrinos.

Santiago de Compostela fue un notable centro de peregrinaciones. Desde la lejana Polonia llegaron peregrinos a venerar el santuario del Apóstol Santiago.

Había quien pagaba a otro para que peregrinara en su lugar. Geoffrey Chaucer en sus cuentos de Canterbury narró las luces y sombras de las peregrinaciones. Algunos herejes condenaron las peregrinaciones. En la Imitación de Cristo, Kempis, sostuvo que “muchos hacen aquellas visitas por la curiosidad de ver cosas que no han visto, y así es que sacan muy poco fruto de enmienda”.

(Norman Tanner, S.J., 2011, Breve Historia de la Iglesia Católica, 97 - 101).

El autor es Profesor Asociado de la PUCMM, mmaza@pucmm.edu.do

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