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OTEANDO

El usado Joaquín Amparo

Cuatro años antes Roberta había logrado distraerlo de su vida normal, una vida de propósitos especiales, que auguraba el éxito, al menos en la versión que él lo concebía. Lo llenó de ilusiones y Joaquín Amparo se atrevió a decir en sus círculos más íntimos que “sentía que si ella le faltara un día se acabaría la vida”. Pero ignoraba el sendero por el que lo llevaría esa tórrida y envolvente relación con Roberta, mitad magia, mitad engaño. Detrás de esa belleza celestial, de la aparente candidez de su sonrisa se escondían los sentimientos más innobles que ella se encargaría, cada vez que se presentara la oportunidad, de sacar a flote con el concurso de sus más fieles demonios. En el fondo ella era alguien acostumbrada a “amar” del modo más especial. Era maníaco compulsiva en su forma de relacionarse en el “amor”. Se podría decir que ejercía cierta suerte de malabarismo de las pasiones, que comportaba una incontinencia que la hacía asequible a todos cuanto la quisieran.

Pero, para que se cumplieran los dichos de que “pájaros que vuelan alto vuelan juntos” y de que “por cada roto hay un descocido”, los días empezaron a hacer manifiesta esa oculta vocación que tenía Joaquín Amparo hacia las bajas pasiones. Sus vidas eran hedónicas. Se fueron compenetrando en esa adicción por los placeres extremos que cada día llevaban más lejos, como si la adrenalina reclamara más y más para esparcirse en el organismo. Empezó así ese lúdico y fantástico intercambio de reprimidos instintos que de modo recíproco alimentaba en ellos un masoquismo psicológico y fue atrapando a Joaquín Amparo en la telaraña de una dependencia de la que nunca más podría escapar.

Como abeja detrás del polen ella succionaba de cada víctima su voluntad y su carácter, convirtiéndolo en un zombi a quien solo dejaba hábil el sentido del olfato para atraerlo junto a otros, como en manada, con la transpiración de su feromónico néctar de los deseos.

Pero ese sábado ella volaría a Europa. Contrariando cualquier pronóstico sensato de lo que resultaría “botó el cobre” y decidió ir al encuentro de alguien que sobresalía de entre todos con quienes había estado. Un cutre ajeno a su origen social, que vivía en el exilio económico desde hacía años. “¡Qué contraste, Joaquín Amparo, hombre culto y de finos modales, magistrado de excelente fama pública, desdeñado por causa de un hombre sin atributos, mal parecido y de modales toscos y porcinos!”, era el comentario de todos.

Joaquín Amparo, en cambio, recordaba las advertencias que envueltas en refranes le hacía ya en su infancia el anciano Agripino Nebot, de que “el lodo atrae al cerdo”. Corrió hasta el aeropuerto para ver despegar el pájaro de acero que transportaría su alcancía del amor hacia los obscenos brazos de un gigoló. Se retrasó y solo alcanzó a ver cuando la nave escondía las llantas. Se detuvo y evocó a Ícaro. De inmediato, arrepentido, desalojó de sí el insano pensamiento, bajó la mirada y volvió a ser humano.

El autor es abogado y politólogo.

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