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EL DEDO EN EL GATILLO

Mi llegada al Campo Las Palmas

Recordé el famoso proverbio del poeta español Antonio Machado al contemplar el rostro de aquel hombre bueno: "El ojo que te mira/ no es ojo porque lo miras/ es ojo porque te ve.

Cuqui Córdova me caló desde que lo conocí, y nunca me lo dijo. Creo que siempre supo el tamaño del sudor que debía emplear para ganarme unos pocos pesos con una sonrisa en los labios, sin mirar el lado claro de la vida.

Eran pocos pesos, pero el 90 por ciento de ellos los enviaba religiosamente a mi familia cubana.

Como buen vegano, observó mi trasfondo entre el trato cotidiano, los aventones y las comidas puntualizadas. Es cierto que la edición de su libro Mellizo Puezán, el indio de acero fue el detonante. Pero más que nada, mi pelo despeinado, el constante recuerdo de mi madre, esposa e hijos, lo hicieron volver los ojos hacia el ser humano que se movía entre los huesos y pellejos de mi cuerpo.

Gracias a él, mi vida caminó por avenidas sin tener que soportar los baches y vaivenes del tiempo. Sus viajes a Cuba me hincaban la piel. Don Cuqui no solo llevaba a mi familia, las fundas de comida y el poco dinero que lograba reunir, sino que de su propio bolsillo entregaba sumas muy superiores a mi madre, mientras que mi hijo y mi esposa recibían algo más que su sonrisa transparente.

Con mi esposa sucedió algo singular. Durante uno de sus viajes ella fue a buscar mis envíos al hotel porque Don Cuqui permanecía en un meeting internacional y no podía abandonar el lugar.

Al verla llegar, la invitó a cenar y le pidió que la esperara para él ir buscar mis presentes. Pero ella insistió en subir con él. Fueron solo unos breves minutos. Ella solo quería sentirse gente. Que la vieran subir por un ascensor y llegar a una habitación como si fuera una turista. Al abrirse el ascensor de regreso, minutos después, apareció la figura de una amiga de su esposa, quien no solo fingió su buena educación al saludarlo, sino que de regreso a Santo Domingo, fue a narrarle al amor de su vida que había sorprendido a su marido con una amante cubana en el piso de su habitación. Me parece que hasta la palabra divorcio se mencionó en la conversación que ambos sostuvieron después de la graciosa denuncia. Tuve que ir a su casa en persona para explicarle a doña Chelita que aquella supuesta amante no era más que mi esposa enferma.

Don Cuqui y yo conversábamos mucho de béisbol. Él admiraba a los jugadores cubanos que participaron en las ligas dominicanas.

En una de nuestros encuentros le conté que había escrito un libro de béisbol sobre el célebre cátcher de los Dodgers de Los Ángeles, Roy Campanella, a partir de una colección de fotos que le tomó en Nueva York, en plena efervescencia de su carrera, mi amigo el fotógrafo cubano Osvaldo Salas.

Incluso, le insinué que ese libro podría ser de interés de la referida organización deportiva.

Para mi asombro, Cuqui me confesó que era amigo del representante de los Dodgers en Santo Domingo y director del Campo Las Palmas, Rafael Ávila, cubano como yo, de “malas pulgas” pero con un grandioso corazón. Y me prometió presentármelo para conversar sobre la posible edición del citado libro en los Estados Unidos.

El encuentro se materializó el domingo de esa misma semana en el entonces llamado estadio Quisqueya.

Sentado en la última fila de los palcos altos, como queriendo subir al cielo para ver en la distancia el coraje de los jugadores que él también preparaba dentro de las filas de los Tigres del Licey, encontré a Rafael Ávila. Don Cuqui le rogó que escuchara el negocio que iba a proponerle.

Ávila me miró de arriba a abajo como quien observa una mazorca de maíz a punto de secarse. Sin prestarme mucha atención me citó para el siguiente día bien temprano en el Campo Las Palmas.

Acudí a la cita con la garganta llena de túneles cerrados. Después de abordar bien temprano el ómnibus que me transportó a la referida sede del campamento de béisbol ubicado unos pocos kilómetros antes de la comunidad de Guerra, en las afueras de Santo Domingo, todo sería distinto, eso pensaba.

Me frotaba los ojos ante la mirada atenta de los humildes pasajeros de aquella voladora que parecía nunca llegar a su destino.

Una hora después llegué al lugar indicado, muy similar entonces a los campos de entrenamiento en los Estados Unidos. Rafael

Ávila me estaba esperando en su oficina y después de exponerle mi propuesta, le dejé en sus manos el manuscrito junto con las fotos del viejo Salas.

Él me pidió unos días de plazo para poner el proyecto en conocimiento de los directivos del team.

Una semana después, regresé al Campo Las Palmas. Pero en aquella ocasión, las palabras Ávila me dejaron petrificado como un iceberg.

Me explicó que a los dueños de los Dodgers no le interesaba el libro, pero sí las fotos y que me las compraría de inmediato.

Y no tuve que pensarlo dos veces para darle mi respuesta.

Para su sorpresa le explique que las fotos que ilustraban ese libro no eran de mi propiedad, sino de un gran amigo cubano ya fallecido y que de por sí no estaban en venta.

Él se quedó mirándolas antes de devolverlas. Eran magníficas fotos, únicas, tomadas en blanco y negro en plena efervescencia del nombrado jugador. Lástima que años después, el paso del huracán George destruyó todo aquel material junto a los escritos que guardaba conmigo.

Recogí el original, le di las gracias a mi compatriota por sus diligencias, y salí cabizbajo de su oficina sin rumbo fijo, a empezar de nuevo. Me acordé del Gabo cuando le rechazaban el manuscrito de Cien años de soledad porque simplemente él era un autor desconocido y nadie quería arriesgarse a publicar una obra así.

Al principio no me di cuenta de que Ávila fue tras de mí. Y una vez a mi lado, me preguntó a quemarropa.

-Y aquí en Santo Domingo dónde tú estás viviendo –me preguntó.

-En ninguna parte. Un día aquí y otro allá.

-¿Y dónde trabajas? –volvió a preguntarme.

-Vendo sellos postales en los gift shop de la Zona Colonial.

Después de esa respuesta, me miró a los ojos y me pidió que lo volviera a acompañar a su oficina. Una vez allí me hizo una propuesta.

-¿Te gustaría trabajar aquí? No tengo plaza de periodista, ni de escritor. Pero te ofrezco un empleo como encargado del almacen y también necesito que me controles por las noches a los prospectos hasta que se acuesten a dormir. Tu sueldo será de tres mil pesos mensuales. Podrás dormir y comer también aquí. Serás como mis ojos. Estos muchachos son buenos peloteros, pero necesitan que alguien los guíe. Si te parece bien, ve a la ciudad, recoge tus cosas y vuelve mañana temprano para que comiences. Yo te explicaré poco a poco cómo ganarte la amistad de cada uno.

Se me aguaron los ojos. Sería una etapa inolvidable, indescriptible, algo como un ansiado sueño. Bajo la supervisión de Rafael Ávila ocurrieron algunos de los mejores momentos de mi vida. Allí no solo compartí con los mejores peloteros de los Dodgers.

También aprendí que para hacer un sueño realidad había que recorrer un pantano lleno de trampas donde muchas veces la realización personal era un eufemismo.

Además de Ávila, me gané la amistad de los empleados: gentes humildes, de bien, buenos amigos que no cambiaban por oro sus chilates: con solo recibir una sonrisa franca o un saludo cordial, ya eran felices. Ese fue parte del legado de aquel hombre de “malas pulgas” (como me había dicho Cuqui Córdova) que dentro de su carácter fuerte escondía un alma que brillaba como una estrella fugaz en un mundo para todos dividido.

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