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Jóvenes caen víctimas de los códigos políticos

En estos días se ha potenciado la preocupación por la pérdida galopante de valores, que proyecta la sociedad dominicana. El foco principal está dirigido hacia la familia y su papel determinante en la formación de los jóvenes. Todos los sectores parecen coincidir en la necesidad de desentrañar las causas y comenzar a enfrentar una problemática que se extiende como reguero de pólvora en el país.

Todo esfuerzo en esa dirección será siempre loable. Pero cabe preguntarse aquí, si el liderazgo político nacional no asume en la sociedad una función igualmente formadora, y de ejemplo a seguir para las presentes y futuras generaciones. No son quienes dirigen las instituciones estatales y privadas, los que trazan el rumbo a seguir en la poderosa opinión pública.

Los jóvenes extasiados, excitados y maravillados por el mundo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, a través de las cuales reciben un bombardeo graneado de códigos distorsionados sobre conductas éticamente difíciles de descifrar.

El caso es que no basta en definitiva que se tracen planes para tratar de vincular los padres de los alumnos con las escuelas ni que uno que otro funcionario reúna un grupo de jóvenes para que se desahoguen y expresen los mayores anhelos que tienen de su familia y las expectativas para su futuro.

En su cara los líderes de opinión maquillan las estadísticas sobre el desempleo que afecta principalmente a este segmento de la población. A tal grado que los han marcado con el hierro caliente de los “Ni Ni”, porque ni estudian ni trabajan, mientras lo estigmatizan como el principal segmento generador de delincuencia común, especialmente si provienen de uno de los barrios pobres.

Más deleznable aún es que, mientras aumentan los porcentajes de deserción escolar y las universidades son abarrotadas de estudiantes femeninas, pocos se interesen en plantear con integridad el fenómeno social que permitió desplazar la población de jóvenes varones, que hace unas décadas era insuperable en las aulas. Todo ello planteando una paradoja, cuando el último censo establece un crecimiento en la población de hombres.

A los jóvenes dominicanos les enseñan nuestros líderes que es una percepción la inseguridad que enfrentan a cada momento, en cada lugar, en todos los espacios que ocupan. A nadie parece importarle que los exponen a ofrendar sus vidas, defendiendo en las calles las herramientas que se han convertido en extensión de sus extremidades superiores y los cinco sentidos: el teléfono celular y la computadora.

El liderazgo le inculca además a través de los medios de comunicación de masas convencionales, digitales y redes sociales que la violencia se reduce a las cifras de muertos en actos de delincuencia y los feminicidios registrados por la Policía o la Procuraduría.

Y que de ninguna manera los jóvenes pueden considerar violencia contra la sociedad los cotidianos actos de corrupción, impunidad, y adocenamiento judicial que afectan el país. Ni la violación de todo tipo de leyes por quienes detentan el poder político y económico, y aplican todos los códigos a los desheredados de la fortuna acusados de un delito.

O que los jóvenes son persuadidos también a asimilar sin que lo comprendan, que la economía nacional crece y crece cada mes, cada trimestre, cada cuatrimestre, en lo que va del actual período, en estos doce meses y en el año próximo.

En cambio observan una inequidad que preocupa a otras autoridades del mundo, pero que aquí se obvia junto a la deuda externa y los déficits del Presupuesto. No importa tampoco que la pobreza se sitúe en alrededor del 30 por ciento de los pocos más de 10 millones de habitantes, muy a pesar del asistencialismo y el clientelismo desmesurados.

Para los jóvenes podría significar violencia que el servicio eléctrico continúe en un colapso sempiterno a la espera de un naufragado Pacto Eléctrico y la entrada en servicio de las plantas de Punta Catalina.  Mientras en otro sector, el de los combustible, se vio desaparecer el jueguito leguleyo de que si “sube, sube, y si baja, baja”, al arrullo de los precios internacionales del petróleo.

A los jóvenes no les han enseñado que todo ello es violencia. Como  podría ser la falta de agua potable en sus viviendas, los deficientes servicios de salud, los embarazos en adolescentes, los feminicidios, desempleo de sus allegados, que les exijan experiencia cuando se gradúan, y el caos y muertes en el tránsito, donde tampoco la ley ha logrado ser igual para todos.

Pero qué sucede si logran una profesión, se superan y quieren ingresar a la política partidista, para motorizar los cambios que requiere el país. Las murallas son insalvablemente frustratorias y las señales inequívocas. Les imponen por ley cuotas de participación.  Y aprenden a que si no son millonarios y serviles a uno de los líderes es imposible aspirar a candidatura alguna, aunque se reduzca a la de concejal.

Ante todas estas situaciones es una verdad sin mácula, que los padres de familia, en el hogar, deben asumir su rol. Sin embargo, no es menos cierto que el país está en la necesidad de crear conciencia en todos los estamentos. La realidad ha cambiado radicalmente en las últimas dos o tres décadas. No solo en el país, sino en el mundo.

El ambiente en que interactúan los jóvenes en esta época rivaliza de manera desventajosa con las anquilosadas tareas y enseñanzas domésticas. Mientras en la superestructura de la sociedad, el liderazgo dominicano juega contra ellos a la realidad aumentada y la posverdad desde hace mucho tiempo.

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