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EL DEDO EN EL GATILLO

Un tremendo ser humano

No tuve que pedirle a Abelardo Llerandi que me llevará a conocer a mis compatriotas de buena fe residentes en el país. Él intuyo estos deseos y me llevó a visitarlos. Uno a uno, conocí a seres humanos con historias parecidas a las mías que también decidieron establecer y compartir con los dominicanos apagones, asaltos, falta de energía y agua potable. Uno de los primeros fue Francisco Arencibia. Después llegó toda la comunidad integrada en la Asociación de Cubanos en el exilio, cuyos nombres harían interminable este escrito, y de los cuales se contarán episodios anónimos en otro momento.

“Paquito”, como todos le dicen, emigró con su familia después de ser expulsado de Cuba, teniendo que sufrir un acto de repudio, donde las turbas paramilitares destruyeron las puertas y ventas de su casa a palos y pedradas. Paquito alguna que otra vez me permitió dormir en el sofá de la empresa de su primo boricua que él regenta aquí a duras penas. Todavía conservamos la amistad de aquellos días cuando conocí a su padre, otro ser extraordinario, a quien le edité un decimario con el cual la familia quedó complacida. Fueron también inolvidables aquellos domingos cuando los jóvenes prospectos salían de pase. Rafael Ávila nos permitía utilizar el play número tres del Campo Las Palmas para jugar béisbol. Allí nos reuníamos con familiares y amigos más cercanos intentando recordar a Cuba a través de su pasatiempo nacional.

Sin embargo, Paquito me dio otras pruebas de amistad que me conmovieron. Fue la primera persona que me alertó del estado de salud de mi esposa. Yo vivía resaltando sus virtudes, su belleza y su cariño entrañable hacia mí y la pequeña familia que habíamos construido. Pero un día, Paquito, de regreso de un viaje a La Habana me confesó en privado algo que solo se le dice a un amigo. Y me hizo llorar: “Luis, creo que tu esposa ya no razona bien”. Claro, él no sabía qué mal la agobiaba entonces, ni yo tampoco. Personalmente lo descubriría muchos años después, instalados todos ya en Santo Domingo, después de ser dado de alta de CEDIMAT. Mis hijos la obligaron a internarse y durante varias sesiones de terapia psicológica, una doctora descubrió la raíz de su mal. Ante mi insistencia, me confesaron parte de su trauma irreversible contra mí. Trauma provocado por su precario estado de salud mental.

Otra ocasión se presentó al llegar de Cuba, con salida definitiva, mi esposa y mi hijo menor. Arencibia no solo se brindó a buscarlos al aeropuerto con su familia (esperó pacientemente la tardía resolución de los trámites migratorios), sino que después nos dejó en las puertas del hotel Hamaca de Boca Chica, cuya reservación para un fin de semana con todos los gastos pagos se lo debo Danilo Caro, otro amigo inolvidable.

En esa ocasión (año 1996), ocurrieron dos hechos inolvidables. Mi esposa no quería dormir a mi lado. Un buen empleado del hotel me procuró un catre y una almohada bajo el pretexto de privacidad conyugal. Ese sería, en apariencia, el espacio de mi hijo. Pero por fortuna, este pudo dormir al lado de su madre y yo me refugié en la colchoneta de aquel mobiliario improvisado, cubierto por una sábana demasiado blanca que no siempre me protegía de la fría temperatura del aire acondicionado.

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