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EL DEDO EN EL GATILLO

El V Centenario

A Silvano Lora lo conocí en 1989, durante mi primera visita a Santo Domingo. Una noche, al llegar a Portolatino, Adriano Mota me llamó con insistencia. Estaba sentado en una mesa del restaurant junto a un señor alto, delgado, para mí desconocido.

-Te quiero presentar a Silvano Lora, un maestro de la pintura. El artista más demandado en París. Es muy amigo mío, de Cuba y de los cubanos –me dijo.

De aquel encuentro surgió una amistad que ni las diferencias políticas pudieron romper. Conocí a un artista de pies a cabeza que supo moverse entre las más disímiles aguas para sacar adelante sus proyectos. Y eso merece respeto, al menos, para quien escribe.

Con Silvano viví múltiples experiencias. Cada sábado después de comida lo acompañaba con su esposa y su pequeña hija Quisqueya a las esquinas de El Conde con Isabel la Católica. Los cuatro llevábamos al hombro lienzos, pinceles, equipos de audio y escaleras. Allí cerca de las cuatro de la tarde comenzaba su tertulia donde los trovadores cantaban, los poetas leían y los dramaturgos actuaban mientras los artistas pintaban comandados por Silvano. Al anochecer recogíamos las herencias y memorias de la jornada y nos marchábamos en espera del próximo evento.

No era un “animal político” ni un “comunista fanático” como algunos piensan, sino la creatividad en persona. Sí era un símbolo, hombre con una ideología muy bien definida que mantuvo en alto hasta su desaparición física. Varias veces asistí a la tertulia de su estudio, siempre presidida por su gran amigo Pedro Mir. Esta sucedía unas horas antes del encuentro de Juan Bosch con sus invitados en el hostal Nicolás de Ovando, al que Silvano no acostumbraba a asistir con frecuencia. Nunca me dijo las causas, ni yo se las pregunté.

También nos encontramos en las ferias nacionales del libro que organizaba don Raymundo Amaro. Él con un pequeño espacio dentro del Museo del Hombre Dominicano junto a sus seres queridos.

Años después, me pidió que me integrara al equipo del Festival Internacional de Cine de Santo Domingo que él presidía. Acepté con una sola condición: no cobrar un centavo por mi colaboración. Trabajé hasta el día de su muerte. Recuerdo que pocos días antes del fallecimiento me invitó a comer a su casa. Ambos sabíamos que ese era su adiós. Él me tenía preparado un discurso que no olvidaré: “Eres un emigrante. Yo también fui emigrante. No esperes nada de la tierra a donde emigras aunque la ames como a la tuya. Nunca te darán medallas ni trofeos. Sé como hasta ahora, el último en la fila y no pidas nada. Nada. En una pelea callejera entre un cubano y un dominicano, al primero que se llevan preso es al cubano, muchas veces sin preguntar quién tuvo la culpa”.

Mi anécdota imborrable con Silvano fue otra. Se originó tres años antes del día en que fuimos presentados en Portolatino, cuando regresé a Santo Domingo como hijo adoptivo. Por ese entonces llovían las celebraciones por el V Centenario del mal llamado “Descubrimiento de América”. Silvano se había involucrado en la construcción de una canoa al estilo de los aborígenes (la que hoy se exhibe en el Museo del Hombre Dominicano). Su idea era recorrer con un grupo de amigo las islas del Caribe, igual que lo hicieron los primeros habitantes de la Hispaniola. El día de la partida se organizó una gran protesta nacional y un grupo de artistas, vestidos en taparrabos, con la piel pintada y portando llamativos plumajes en los cabellos, recorrieron el malecón hasta la Avenida del Puerto, donde se había colocado previamente la canoa, para montar en ella y zarpar, simbólicamente, hasta el otro lado del Ozama. Silvano y el maestro Ramón Oviedo iban al frente de la comitiva.

Al llegar al sitio indicado, muchos querían subirse a la embarcación. Y así lo hicieron ante el entusiasmo de Silvano. Diez o quince metros después del despegue, la frágil embarcación se volteó y toda su pintoresca tripulación cayó al agua. Sé formó una gran algarabía y, entre gritos de auxilio, muchos de los presentes tuvieron que lanzarse al mar en tareas de rescate.

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