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CONTANDO LOS HECHOS

Caras de la muerte....

Desde niños se nos inculca que debemos ser temerosos de la muerte. Aprendemos a través de la historia que la muerte generalmente es dolorosa, penosa, y en ocasiones hasta horrorosa. Es la penalidad más grande que puede pagar un ser humano por alguna acción cometida. Por otro lado, la religión católica nos indica que a través de la muerte pasamos a la vida eterna. En mi entorno, en Santiago, de niño, sentía que la muerte era el cuco mayor.

A través de mi ya larga vida, he tenido algunas ocasiones en que sentí la cercanía de la muerte como si pudiera verle la cara. La primera de estas ocasiones fue en el año 1959 cuando a mis 23 años, y desempeñándome como asistente del Director de Crucero, el barco de turistas Evangeline se desplazaba desde el muelle de la ciudad de Washington, DC hacia el Caribe, en el verano de ese año. El capitán español , Martín Bermeosolo, llamó a Frank Dorman, el Cruise Director, quien era mi jefe y le dijo: Haga un anuncio a todos los pasajeros indicándoles que acaba de entrar un huracán al área a la cual nos dirigimos por lo que el barco disminuirá su velocidad para evitar penetrar directamente en la zona afectada, pero que aun así estaremos cruzando un mar embravecido y agitado, la travesía será bastante incómoda dentro de poco tiempo, que se mantengan en alerta a cualquier otro aviso que les podamos hacer llegar, que tomaremos todas las medidas de precaución pertinentes. Esa noche resultó extremadamente larga.

Con la crispación del Océano Atlántico, el barco comenzó a estremecerse, a crujir y a inclinarse en una forma extrema que en ocasiones daba la impresión de que no se iba a poder recuperar. Todos los elementos que no estaban fijados al piso o pared se desplazaban violentamente de un lado para otro. Llegué a sentir esa sensación de que no íbamos a poder recuperarnos de algunas de las inclinaciones extremas y que podíamos naufragar. Por primera vez sentí que la muerte podría estar tan cerca como que le podía ver la cara.

En el 1964, cuando fuimos a hacer la primera transmisión en vivo de una serie de beisbol entre los Gigantes y los Mets en Nueva York, no puedo olvidar que saliendo del hotel Abbey en la 7ma avenida, donde nos hospedamos, salí junto a Billy Berroa hacia Times Square. Nos detuvimos antes de cruzar la calle porque la luz estaba roja con el indicador de no cruzar, al cambiar la luz y ponerse verde di el primer paso desde la acera hacia la calle y escuché la voz estruendosa de Billy que voceó: ¡Cuidado Ellis! instintivamente salté hacia atrás justo cuando sentía sobre mi cuerpo la brisa de un taxi amarillo que retrasado en el cruce y ya con la luz roja apresuró la velocidad y pasó como un bólido. De haberme impactado, sin dudas, hubiera volado por los aires fragmentado. Sentí que vi de cerca la cara de la muerte.

La tercera ocasión fue en el 1965, en el transcurso de la Revolución. Hacía poco tiempo yo le había comprado a mi amigo el maestro Rafael Solano una casita de campo en Itabo, en los alrededores de Haina, a la vera de un riachuelo. Yo estaba soltero y acostumbraba a irme en la tardecita para dormir allá, con mi hermano Modesto que me acompañaba. Esa noche en particular, con la casa cerrada, escuchamos unas voces que se acercaban y que en un momento dado expresaron: ¡Ellos están ahí, vamos a buscarlos y darle su merecido! Modesto y yo pensamos que de alguna manera, esa gente, andaban detrás de nosotros para hacernos daño o eliminarnos, saqué un revolver que un amigo me había facilitado por la inseguridad en el ambiente de la Revolución, nos tiramos al suelo y apuntando hacia la puerta le dije a Modesto: No nos vamos a ir solos, el que cruce por esa puerta es hombre muerto. Siguieron acercándose, pero en vez de pararse al frente continuaron caminando y expresándose en relación a la gente que andaban buscando. Confieso que en ese momento, si es que vale la expresión, “sentí un frio en el alma”, y un miedo del caray. Me pareció verle la cara a la muerte. Siempre he sido muy afortunado, a través de mi vida he disfrutado de buena salud, con una gran familia, y buenos amigos. Esas tres ocasiones marcaron una diferencia.

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