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EL CORRER DE LOS DÍAS

In illo tempore

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

Me viene a la mente, sin explicación, la imagen de mi maestro Antonio Fernández Spencer en los momentos en los que desaprobaba a “sus adversarios intelectuales” enrostrándoles lo que pensaba sobre su incultura e ignorancia y calificando a los que llevaban flotando debajo de la axila un libro grueso para impresionar al público de La Cafetera y al del Jai Alai, a quienes había etiquetado como “los del sobaco ilustrado”, típica de algunas de sus descripciones contra- literarias.

Cuando se incomodaba sufría el no haber convencido al que terminaba llamando diletante: nosotros, sus novatos literarios Ramon Emilio Reyes y yo, casi temblábamos cuando la voz de Antonio acompañaba las tronadas de su espíritu cultural manifestadas tras una sonrisa crítica cargada de sapiencia. (Sonrisa sacra para quienes seguimos socráticamente sus enseñanzas). Su mayéutica bélica, era diferente de la cargada de sapiencia que expresaba como profesor frente a nosotros. Fue nuestro profesor en la Escuela Nacional de Bellas Artes cuando recién llegado de España se hizo cargo de la Historia del Arte, y maestro en el Instituto de Cultura Hispánica, el que entonces estaba bajo la dirección del poeta Franklin Mieses Burgos, pero también lo fue en la Universidad de Santo Domingo, donde por vez primera escuche al padre Robles Toledanos explicar la teoría de “reto y respuesta” de Toynbee, quien habiendo sido un espía ingles en los países de Medio Oriente, había terminado como uno de los más capaces historiadores de tema universal.

De cada uno de mis profesores tango anécdotas y recuerdos, pero los de Fernández Spencer son mayores. Me queda su afecto, al perecer roto luego por razones políticas, o porque me viera ya “suelto” en los escenarios de la literatura.

Apasionado en todo, Antonio no pertenecía a los intelectuales eclesiásticos que oraban cuando el martirio los consumía, y cuando para él la discusión era parte de su martirio, la que llevaba a cuestas dotándola de más candela, la de Villa Francisca, el barrio en el que nació, hijo único de español y curazoleña triste, ella siempre aconsejando al hijo mientras tejía un paño como una Penélope tropical que, a veces, sin darse cuenta de que estaba en Ciudad Trujillo y de que era la madre del Premio Adonais de Poesía 1952, Toñito, como lo es también de un solo hijo, ahora ambos ubicados en la parte alta de aquella casa, perteneciente al misterio de dos plantas, de la calle Arzobispo Nouel, frente al hospital Padre Billini, que fuera, oh cosas del destino, en la que también pasé, (yo también hijo único) parte de mi infancia, donde antes vivieran en la misma mis tíos Américo Cruzado y Enriqueta Maggiolo de Cruzado (gracias a la cual Enrique es mi segundo nombre ), y mis primas Gilda y Alicia, ambas de grato recuerdo. Ellas despertaron en mí el amor por la música, completándose mi oído musical con sus ejercicios en la guitarra y el piano, y con las viejas canciones ejecutadas por mi tío Miquico. Alguna vez vi en la casa a su amigo el doctor Manuel Sánchez Acosta, (creo que había sido practicante en el cercano Hospital) quien dedicara uno de sus boleros a Alicia, y al parecer aprovechaba cierto tiempo libre para, sentado al piano, ejecutar algunas de sus canciones, y algunas de Agustín Lara.

Yo descendía desde Villa Francisca a recibir las primeras letras en la Escuela Primaria (Anexa a la Normal de Señoritas Salome Ureña de Henríquez). Allá conocí a tres profesoras ilustres, Colombina Canario, Gracita Alsina, e Hilda Schott, y a la directora del plantel, Consuelo Nivar, una de las más acendradas conocedoras de la Pedagogía de la época. Colombina Canario pondría en mis manos mi primer diploma, ya sé leer, luego el de mi graduación como Licenciado en la Universidad de Santo Domingo el cual respira extraviado en el cumulo de papeles que conservo de mis esfuerzos intelectuales.

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