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FUNDACIÓN SALESIANA DON BOSCO

Te presento a mi padre

Háblame de tu padre. Te presentaré al mío. La era de Trujillo olía ya a empresa moribunda. Todo pronosticaba un precipitado desenlace con el no mejor de los augurios. Estaba por materializarse el refrán: “Quien a hierro mata, a hierro muere”.

Pero precisamente por oler a cadáver el sistema que por varias décadas se había mantenido con mano de hierro en el poder, más peligrosa estaba la situación para los desafectos a ese régimen dictatorial.

Entre esos, a quienes perseguía el peligroso caliesaje, estaba mi padre, Julio Rosario Díaz, junto a un grupo de amigos, que habían cometido la torpeza de crear una célula con la intención de derribar la estatua del poder del tirano.

Realizaban reuniones y encuentros, en lugares diferentes, para confundir a quienes tenían por tarea seguirles los talones a los desafectos del régimen, perturbadores de la era gloriosa que vivía el país. Para estos “comunistas” había ya una trampa preparada, en la que sin dudas caerían.

Y ahí estaba todo listo para atrapar a esos diecisiete insubordinados, cuya suerte estaba ya fijada por la satrapía. La advertencia de un amigo, sin embargo, provocó que este grupo de ignorados valientes se decidiese a recurrir a la única salida, tal vez posible, para quienes huían de la persecución.

La embajada de Brasil los acogió con generosidad, tras el combate esperado con quienes la “custodiaban”. Un herido sería el fruto del forcejeo y una condena a 30 años de prisión, la sentencia. Pero, a pesar de las presiones del régimen para que se le entregaran a los solicitantes del asilo, el Embajador de ese gran país les dio la protección y los condujo a la puerta del avión, camino hacia el exilio.

Lo demás sería Río de Janeiro, Belem do Pará, y posteriormente Caracas, Venezuela. Las selvas del Choroní, rodeadas de serpientes, los vieron en prácticas de tiros con la intención del regreso, para librar al país de tan horrible pesadilla.

La historia sería larga para tan corto espacio.

Caída la dictadura y tras el regreso, la familia de nuevo se reencuentra. Y la madre que, a raíz del exilio, conoció también ella la cárcel de La Cuarenta, se vestirá de blanco hasta el fin de sus días terrenales, en gratitud a Dios.

Este padre, ido ya a los cien años, es el mismo que, al regreso del exilio, me confesaba el secreto mejor guardado de su vida: “Hijo mío, debo confesarte que la gran ilusión de mi vida, hubiera sido ser sacerdote”.

Y el Señor en su bondad me ha permitido cumplir la vocación, siempre singular, de servirle como sacerdote dentro de la familia salesiana fundada por Don Bosco.

Gracias, Señor, por mi padre.

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