Opinión

EL CORRER DE LOS DÍAS

Sobre la oscuridad de la sordera

MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

Sobre lo que nos dicen las palabras y lo que entendemos, se ha discutido y pensado mucho. Cuando creemos percibir correctamente lo que dice el otro, o cuando el otro cree entender de modo justo lo que decimos, hay espacios de tiempo, sonido y comprensión que pueden ser bien diferentes. La cultura del otro es la que completa su entendimiento de la nuestra. Quizás un alto porcentaje de nuestras conversaciones no nos resulten muy lógicas, y mientras pensamos en si lo que estamos proyectando al través de las palabras tiene mucho o poco que ver con lo que el otro suponemos que capta, podríamos estar perdiendo en el ida y vuelta de la conversación una parte del pensamiento, que patalea y naufraga a veces en un “palabrerío” sonoro transformado en una especie de bosque lleno de ruidos y gorjeos, resultantes de una restallante inexplicable y fortificada sordera.

Selva de “insonidos”, rumores de espuma y mar, voces de caracol es repercutiendo en nuestro oído, a veces nada inteligibles.

Escuchar se transforma en surrealismo, en cubismo, en plástica del Bosco repleta de personajes sonoros, portadores de gestos ininteligibles y gozamos entonces la estética de un ruido que burbujea entre murmullos.

Aprender a leer los ruidos que no poseen sentido debido a la creciente sordera, es casi labor de escuela primaria.

Es algo así como el aprendizaje rumoroso de ausencias desconocidas.

Pero a veces el ruido, por cuenta propia, se trastrueca en arte. Percibimos entonces la lobreguez del sonido. Pero sabemos que hay un abecedario envolviendo la mayoría de los objetos perceptibles. La sordera se transfigura en un silabario sin grafías escritas, ambos a dos de un juego que va y viene buscándose a sí mismo.

Escuchar tiene que ver con lo que dicen los otros y entender puede ser diferente de lo que están expresando. Con la sordera entramos en la oscuridad de lo escuchado, y podemos pensar a la vez en situaciones que nada tienen que ver con el parlamento; la delicia “sórdica”, es aquella condición de deformar la palabra que se recibe y de transmutarla, como en un mágico acto subterráneo, en otra cosa, en algo que no es ella, ya que ahora es la sombra fonética de un ruido en parte poco traducible. Es el sin sentido del logos que busca articularse desde un siempre que vive en cualquier bisbiseo o susurro.

La eternidad sonora que se esconde en la insólita laringe.

Sépàse que aquello que decimos y no entienden los demás, gesticulando como para dar cuenta de que lo asimilan, ayuda a la fractura de nuestra necesidad de intercambio, porque hablar debe producirse sin puntadas, sin saltos desproporcionados, sin precipicios para los cuales el idioma no tiene cómo cruzarlos ya que si fallamos en el pensar no llegaremos ser buenos sastres o costureros del buen decir como tampoco del buen escuchar, ni daremos abasto con el bien escribir calibrado por la necesaria y correcta expresión mental.

Lo que “callamos” al hablar, aquello que escondemos en defensa propia, y lo que los demás dicen concebir son, a veces, falsedades del espíritu. El silencio que habita en los malentendidos es el hongo que genera la putrefacción de los idiomas. Lo peor de todo dialogo, es la imposibilidad entendernos y la de hacer creer que entendemos.

La palabra está llena de tropezadores, tropezantes y tropezones; en ello es difusora de confusión, porque la creencia se burla del tropiezo del que escribe creyendo que lleva buenas zancadas, y resulta dañosa para el lenguaje cuando su usuario cree estar expresando algo inteligible para un alter que gestualmente le hace creer que entiende plenamente el discurso. Ello es lo que ciertos fi - losofadores consideran hablar en el vacío, manera de expresión que asesina la palabra antes de que se aprecie su sentido. Los idiomas son una trampa del espíritu. Por tales razones mucha literatura es sólo feto de espíritu no nato. Inconsciencia que aletea sin saber dónde posarse.

En una reciente reunión con escritores dominicanos comentábamos la debilidad de las palabras al dejarse manipular y mostramos frases del pasado que aprendimos de autores que, por mejorar su verbo lo entorpecieron, como el versista que llegó a la poética desbrozando aquel título de un tratado de poemas que rezaba “Cariátides desnuda del agua que duerme tranquila a la sombra del lecho del estro”. Pensamos a veces en la domesticación del verbo para controlar la nada, una especie de budismo a la inversa, y en el dominio del vacío para terminar dándonos cuenta con Carlos Bousoño o tal vez con Ferdinand Saussure, de que un idioma no está completo hasta que no da el paso defi nitivo hacia los participios, blancos que transforman la lengua en el nicho fonético o escrito de la palabra, puesto que los gerundios, fase anterior y viva de la movilidad o movimiento, tienen la dimensión del tiempo previo y vivo de todas las cosas mencionables.

Es el gerundio el modelo lingu¨.stico que ha descubierto en los idiomas la capacidad de moverse, de ilustrar el movimiento, haciendo el lenguaje más temporal y fl exible, llenándolo de vida, y es la forma capaz de evitar una muerte de lo pensado, porque los pensamientos semovientes nunca desaparecerán si llegan al pasado, a hacerse resultado fi nal. En tal sentido el participio puede ser su garantía vital.

En las últimas semanas, buscando si es sólo la letra o la palabra dicha la forma de expresión capaz de presentarse como gerundio, he estado leyendo un texto de Jean Clottes y David Lewis -Williams : Los Chamanes de la Prehistoria, (Ariel, 2001, Editorial Planeta) y la lectura me lleva a interrogarme sobre qué se puede considerar como gerundio sin ser sonido o texto, cuál de las pinturas cavernarias, por ejemplo, puede representar el movimiento “gerúndico”, es decir la temporalidad considerada como un movimiento que busca un fi nal del tipo participio, como acontece con las partículas “ando” e “iendo”, comunes a la gramática. Me gusta mezclar disciplinas y ver qué tienen o sugieren las unas para las otras.

Pienso que todas las disciplinas pueden ayudarse mutuamente en la intelección del mundo. En todas las culturas sin textos deben existir, aun en las artes rupestres, formas que, al sugerir o captar el movimiento, insinúen la realidad del mismo plasmado en un habla ya desaparecida que sin ser escritura, marque con algún signo la movilidad y el tránsito del movimiento al reposo. Todo gerundio aspira a tornarse participio.

El gerundio, alejándose del texto gramatical es, para mí, claro que simbólicamente, la búsqueda universal del reposo luego de un tránsito que trata de concretar una realidad. Si es así, el arte cavernario, posee una insinuación que no es necesario escuchar y en la voz de su propio silencio parietal se auscultan, en un a intimidad calenturienta, las voces de sus autores y lo que nos dicen y no podemos descifrar.

El mundo en general también ha sido hecho para ser descifrado.

Es como un juego de manos o un “puzle” inventado por la divinidad. Nos pasamos la vida defi niéndolo. Adivinándolo. Por ello “lo pensamos”, pero nuestro diálogo y la búsqueda de intelección con el mismo vive en unos niveles de temporalidad que, al parecer, sólo pueden percibirse como metáfora, porque antes de que existiese la lógica aristotélica, la metáfora inaugurada por el logos, ya existía.

Entonces el chamán la interpretaba en la luz del relámpago, el ruido de la tormenta, el eco de la caverna donde habitaba Zaratustra, o el amargo y quemante sabor del agua sulfurosa con destellos de vida propia de la temprana laguna Estigia. O en el momento en el que iniciaba “el vuelo mágico” que defi ne, según Mircea Eliade, las características del mismo. El chamán traía de su “vuelo mágico” las experiencias que plasmarían sus creyentes en el fondo de las grutas. Traía en su palabra el movimiento que se tornaría imagen.

El gerundio antes de la gramática, el participio que concretaba el sueño.

Todo aquello que signifi ca movimiento sigue siéndolo si la mente lo piensa como parte de un trayecto que aparentemente ilusorio que se hace vital, o un vacío que se consolida como el gerundio cuando busca su participio. Es el modo que tiene aún el pensamiento de convertirse en materia.

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