¡Nada es tan actual que no sea pretérito!

Jorge Luis Borges, en un cuento llamado, “La forma de la espada”, dice: “Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres.

Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifi xión de un solo judío baste para salvarlo. Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres…”. El núcleo deliberativo del texto de Borges es la alusión al otro, como esencia y sentido del ejercicio vital del género humano.

Yo soy los otros, remeda Borges del maestro que lo antecede en el telar fi - losófi co de la angustia y el devenir. La literatura desde siempre acoge la profundidad del pensamiento, cuando éste reviste formas trascendentes, cuando el fi lón metafísico es hurgado en una vocación contemplativa y escritural, simultáneamente sabia en derredor, cuando el logos se apodera de los signos de la creación y se interrumpe el ciclo artifi cioso del reino de Cronos. No podemos articular ninguna noción de eternidad sin apropiarnos del deseo de permanencia. El budismo que es una disciplina estricta del dominio de los sentidos más allá de cualquier sublimación religiosa, aboga consustancialmente por la supresión del deseo como causa efi ciente del sufrimiento.

Krishnamurti, el iluminado cooptado por los teósofos debido a un aura gigantesca visualizada en su infancia de la India colonial, no tardó en denunciar todo el tramado fraudulento que lo invistió como un nuevo Cristo de la época. Fue más lejos que el budismo, más lúcido, más atrevido fi losófi camente: planteó no sólo la eliminación del deseo sino del pensamiento. Para éste interesante pensador, el problema era más agudo y complejo, radicaba en la estructura del pensamiento, por lo que abogaba por el método de la observación ya que el pensamiento todo lo corrompe e interrumpe, el fl ujo de la realidad que no puede ser contaminada por la subjetividad humana, por su imperiosa forma yugulada de apreciar y juzgar los fenómenos.

Krishnamurti creó Fundaciones en los diversos continentes y ofreció innumerables conferencias pero no pudo lograr un solo adepto en términos de asumir la deconstrucción del pensamiento y la visión holística, liberadora y absoluta.

Pero tanto en la disquisición borgiana, como en la meditación budista y en los postulados de Krishnamurti, es obvio que somos los otros, que todo lo vivido es una búsqueda metafísica sin tiempo, pre tiempo lo llamó el gran Manuel del Cabral en una de sus obras, porque nada es tan actual que no sea pretérito.

Cuenta Pietro Citati, un historiador de mitos de la historia universal, que cuando los viajeros de los siglos XVII y XVIII atravesaban en primavera la inmensa estepa que desde Ucrania llevaba hasta Siberia, observaban junto al camino unos túmulos, ora aislados, ora en grupos, ora en pequeños, ora de más de veinte metros de altura. El viaje se interrumpía durante unos cinco minutos o unas horas. Alrededor se extendía una alfombra de fl ores: tulipanes silvestres, lirios amarillos y violetas, amapolas, ranúnculos, jacinto de color purpura, anegados en una hierba blanca y plumosa como un mar de plata; mientras tanto a lo lejos, en el aire celeste y transparente, pasaban fi guras veloces de los ciervos, de los lobos grises y azules, de la águilas y de las avutardas.

Lo viajeros no sabían que en aquellos túmulos yacían los cuerpos de los grandes señores escitas, cuyas costumbres y empresas habían leído apasionadamente en Herodoto. Y grande fue su sorpresa cuando descubrieron al cruzar las puertas de los grandes túmulos, debajo en cámaras funerarias, a menudo construidas con enormes bloques de piedra y forradas de fi eltro, yacían los escitas que tanto habían estimulado sus fantasías en los libros. Estaban allí los grandes señores sus esposas, los cocineros, los palafreneros, los sirvientes, los mensajeros: diez o doce caballos con máscaras de oro recubriendo los hocicos, recipientes de oro, zarcillos u anillos de oro, brazaletes de oro y perlas, cinturones decorados con placas de oro, aljabas llenas de puntas de fl echas, espejos de bronce, espadas, tapices persas, copas griegas, sedas chinas, carros de guerra, pellizas y los juguetes de los niños. Alguien había esparcido por el suelo montones de tierra negra, húmeda y nutricia, traída desde lejos porque cada tumba era un simbólico campo de pastoreo celestial por el que el difunto guiaba sus majadas, junto con los caballos y las personas que amaba. Y cual no sería su sorpresa, sobre todo cuando un explorador encontró una tumba llena de hielo.

Durante algunos minutos contempló a los señores y caballos tal como habían sido en vida, conservados por el hielo, todo parecía vivo, inmóvil para siempre: las alfombras persas, las sedas chinas, los cisnes de fi eltro maravillosamente preservados. Después el hielo se fundió, los objetos se disolvieron y aquel breve sueño de inmortalidad desapareció. La idea es recurrente, civilizaciones enteras desfi laron por los bordes de la perennidad, incluso como los escitas lograron infi cionarse en su cuerpo infi nito, la penetraron, conservaron en el hielo durante siglos su paso a la eternidad, con sus caballos, con su oro, con sus sirvientes, con sus pertenencias. En unos segundos fueron devueltos al polvo. ¿Quién dice que no vivieron la certidumbre de una trascendencia, dimensionada a un campo de imagen y utensilios, consagrados en sus formas más puras al detener el sigilo corrosivo de la muerte. De lo que se trata no es de arribar al cielo, sino de ir diseñándolo, con las vigas culturales, con el afán misceláneo de lograr el contacto con la energía, que todo lo ha creado y que sigue expandiéndose consciente, absoluta. (Fragmento)

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