FUNDACIÓN MUCHACHOS CON DON BOSCO
Los zapatos de Gapai
En la ciudad de la “Hamaca de Dios”, a la mirada del Mogote, transcurrieron algunos años de mi adolescencia.
Al arrullo del Yaque se entretejieron ideales, matizados por la realidad de campesinos, curtidos al fuego del trabajo, y la visita de quienes escapaban del ruido citadino y posaban sus cabezas, para descansar, en la tierra donde Dios se acuesta.
Las calles de Jarabacoa se alegraban diariamente con la presencia de exóticos personajes: José El Burrero, con sus recuas de asnos cargados de arena; Tolargo, el gomero, llamado así por su tamaño que desafiaba al cielo; y Juaniquín, siempre dispuesto a ofrecer primeros auxilios, incluyendo una inyección a quien la necesitaba.
Otros atractivos, parte de lo que el viento se llevó, daban sabor a esta inocente vida, bañada por la cantarina tríada: Baiguate, Jimenoa y Yaque. Eran frecuentes los maroteos en la Loma de Don Picho y la visita a su trapiche, las toronjas en el conuco de Don Viro, los chapuzones en el charco de Don Mon, y los paseos a la Confluencia o a Pinar Quemado.
Entre las personas pintorescas que llegaban cada día al pueblo se encontraba Gaspar, mejor conocido como Gapai. Era alto, nariz aguileña, dentadura entrecortada. De cabellos generosos, mirada penetrante, como si desafiara siempre a entablar un diálogo. Pero no lo escuché nunca hablar.
Los grandes pies, proporcionados a su cuerpo de cíclope, eran vírgenes, nunca habían conocido zapatos. ¡Cuántos kilómetros recorría a diario! Esta situación motivó una idea compasiva: había que comprarle unos zapatos a Gapai. Y así se hizo. La buena acción fue como un amplio respiro colectivo hacia el infinito, al que ayudaba el aire fresco de la montaña.
La sonrisa permanente de Gapai se hizo más expresiva al recibir el regalo, fruto de la solidaridad de la gente.
Sin embargo, para sorpresa de todos, durante días no se supo de Gapai. Su ausencia suscitó una serie de interrogantes inquietantes, que solo semanas después encontraron respuesta.
Allí estaba de nuevo, azotado por las estrecheces de la vida, pero respirando ilusión en su sonrisa. Así como suena, Gapai venía nuevamente descalzo, colgando en su pescuezo los zapatos, entrelazados con un nudo, a modo de bufanda,
Entre preguntas y respuestas, todo llevó a la conclusión de que tan fuerte era la cachaza de sus pies, que no soportaron ese cuerpo extraño. Para él era más cómodo deambular descalzo del campo a la ciudad y viceversa.
Tras el paso de los años, Gapai ha venido a mi memoria. Su recuerdo me ha hecho comprender en algo la obstinación humana en el camino del mal. He llegado a la convicción de que también la maldad crea cachaza, hasta impedir muchas veces un cambio de conducta que haga aceptable la vida.
Hay que cultivar la virtud al empezar la vida, cuando todavía no se ha creado una cachaza que se resista al cambio.
