EL CORRER DE LOS DIAS
Los años de Harina, “La vieja meona”
Los años determinan los cambios de la memoria, o mejor, las interpretaciones que la misma produce sobre un hecho del pasado.
Durante mis años de infancia existieron hábitos que ahora vienen transformados, interpretados según mis actuales y nuevas visiones del recuerdo. Nada de lo que recordamos es estable, por eso el recuerdo iterativo es siempre otro. Tendemos a recordar modificando, ya sea porque a ese recuerdo se adiciona algo nuevo que antes no habíamos tomado en cuenta, o bien porque deseamos, esta vez creando una nueva forma de recordar, adornar el pasado para hacerlo más preciso o tal vez más poético,.
No sé por qué me llegan los recuerdos de una pobre mujer a la que los muchachos del barrio de Villa Francisca conocíamos con el apodo, casi industrial, de Harina; era una anciana, una mujer madura, de tez oscura y vestimenta blanca. Se decía que Harina era una bruja, otros afirmaban que era cocola y que había perdido el juicio. Nada de ello parecía ser cierto.
Deambulaba por las calles del barrio y era parte de lo que se combatía con un pasaje para el Manicomio en la Era de Trujillo.
Pero cómo calificar a esta extraña loca, cocola, bruja, si nunca nadie la escuchó hablar, si nadie la vio en una actividad religiosa o en alguna ceremonia de orden esotérico, si nadie supo nunca donde vivía y si además nadie sabía de donde venía la costumbre de vestirse de blanco, como una vieja vestal de los barrios, y donde adquirió aquel gorro similar al que aparecía en los recipientes de la Harina del Negrito, en cuyo frente un señor también de tez oscura, con tocado de cocinero, era el signo de la misma creo que un producto de la marca Duryea, entonces importado y muy común entre las madres jóvenes de la época como alimento para los niños de toda la ciudad capital.
Harina, pues, no tenía ni nombre, ni historia; su firma eran las huellas que dejaban sus sandalias maltrechas en el caliche callejero. Llevaba siempre una especie de saco en el cual no se sabía qué objetos portaba, y sus posibles palabras podrían haber sido de desaliento, porque cuando lo voceábamos “¡Harina, Vieja Meona!”, debido a su intenso vaho a los orines que su incontinencia producía, se detenía en su lento caminar, miraba hacia los insultadores y con gesto animoso, haciendo la señal de la cruz, quizás adivinábamos el moviente de los labios enviándonos más que un insulto una bendición.
Era el mismo gesto nacido de su rostro sonriente cuando alguna vecina, en su trayecto la obsequiaba con un vaso de agua fresca, o con un pan del día anterior.
Han sido muchas las veces en las que he intentado recrear su imagen dándole vida, la vida diferente que un imaginador puede encontrar para salvar del olvido un recuerdo y transformarlo en personaje. Harina es uno de esos proyectos que podrían formar parte de un cuento, de una novela barrial. Muchos de los sabihondos de Villa Francisca decían que Harina recogía en casa de los ricos los regalos que entregaría a la Vieja Belén para donar en las fiestas navideñas; otros consideraban que había nacido en uno de los campos cañeros de San Pedro de Macorís, y que buscaba a Masón, su esposo desaparecido en un naufragio. Preguntado don Manuel Saladino, capitán de Goleta habitante de la calle Jacinto de la Concha, decía haber oído esa noticia.
La verdad es que a finales de los años cincuenta Harina había desaparecido del barrio. Alguien dijo que la habían visto, muy anciana, transitando por las calles de Borojol. Pienso ahora en cuales serían los cuentos, que como aconteciera antes entre nosotros, su presencia desencadenaría entre los muchachos del Timbeque, las orillas del caudaloso río Ozama.
