PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA

La infalibilidad sin sustos

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Manuel P. Maza Miquel, S.J.Santo Domingo

Pío IX llevaba muy mal cualquier ataque contra la oportunidad de definir la infalibilidad. Por ejemplo, cuando el 13 de marzo de 1870 fallecía Montalembert, enemigo público de la infalibilidad, Pío IX le negó las exequias honrosas en Roma, autorizando luego un servicio fúnebre de menor categoría, al cual asistió privadamente. El 13 de mayo de 1870 iniciaron los debates sobre la infalibilidad. Eran debates tensos según lo reportaba el Obispo de Nancy el 23 de mayo de 1870: “Varios oradores me hacen el efecto de que hablan con los puños cerrados o el dedo en el gatillo de un revólver”. “El punto crucial estaba constituido una vez más por la relación entre el Papa y la Iglesia: ¿cómo se relacionaba la capacidad del primero de proclamar infaliblemente una doctrina con el consentimiento de la conciencia eclesial y del cuerpo episcopal en particular? En definitiva, ¿el Papa estaba sobre la Iglesia o estaba más bien en la Iglesia aunque con una responsabilidad sui géneris?” (Alberigo, Historia de los Concilios Ecuménicos, 1993, 326.) Se buscaban fórmulas de compromiso. Así, el Cardenal F. M. Guidi, arzobispo de Bolonia, proponía el 18 de junio, 1870 que: “el Papa para ejercitar la prerrogativa de la infalibilidad, tiene que informarse del sentimiento y de la fe de los obispos.” Pero Pío IX, en una conversación privada, le acusó de haber querido complacer con su intervención al gobierno italiano, llegando finalmente a afirmar, cual Luis XIV eclesiástico, ¡la tradición soy yo! Se iba a definir la infalibilidad papal, dejando para más tarde estudiar la naturaleza de la Iglesia, tarea que solo se realizaría en Concilio Vaticano II, casi cien años después. Hecho providencial, pues durante esos cien años se habría profundizado en el estudio la Sagrada Escritura, los Santos Padres y la historia de la Iglesia. El 18 de julio se aprobó el texto de la Constitución Pastor Aeternus. Conocemos las circunstancias de la aprobación por un corresponsal de “The Times”. Se desató una tormenta terrible, durante hora y media, el cielo descargaba relámpagos y truenos. La oscuridad era tal, que hubo que llevarle un candelabro a Pío IX para que pudiera proclamar el texto que citamos: “Que el Papa de Roma, cuando habla ex-cathedra, es decir, cuando desempeña su función como pastor y maestro de todos los cristianos y decide definitivamente en virtud de su suprema autoridad eclesiástica que una doctrina sobre la fe o las costumbres debe ser tenida firmemente por cierta por toda la Iglesia, goza, por razón de la asistencia divina, que le fue prometida en la persona de san Pedro de la infalibilidad de que el divino Salvador quiso estuviera provista su Iglesia al determinar definitivamente sobre una doctrina tocante a la fe o a las costumbres; y que, por consiguiente, tales decisiones definitivas del romano pontífice son por sí mismas, y no por el asentimiento de la Iglesia, irreformables” (Cito la versión de, Hubert Jedin, Breve Historia de los Concilios, 1966, 160). El galicanismo había sido enterrado. El Papa ejercía su primado sobre todos los fieles. Los extremistas como el cardenal Manning, que aspiraban a desayunarse diariamente con un dogma, fueron derrotados. La infalibilidad había sido definida de manera precisa y limitada. Según Mons. Gasser, relator oficial de la Constitución, la infalibilidad es propia de cada Papa, siempre dentro de condiciones precisas. Supone una asistencia especial del Espíritu Santo y el Papa debe valerse de los concilios, los consejos de los cardenales, obispos y teólogos. El Papa no está separado del consenso de la Iglesia, pero la infalibilidad no depende del consenso. Es absoluta cuando habla acerca de la fe y costumbres, en tanto que padre supremo y universal. Sin pretender que sus pronunciamientos sean perfectos y oportunos. ¿En qué pararía todo esto? El autor es profesor asociado de la PUCMM, mmaza@pucmm.edu.do

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