EN PLURAL
Gratuidad del amor
San Valentín es un santo como cualquier otro consagrado por la Iglesia. Soy católica, por lo tanto no tengo nada contra él, incluso le recé un Padre Nuestro hoy, tempranito, en el día señalado en el Calendario para honrarlo. No conozco por qué ha llegado a ser Patrono de los enamorados, y por extensión, de la amistad. El catecismo de mi infancia me presentó a santos/as como seres dedicados en exclusiva al Amor Divino, así, con mayúscula, mortificados en su carne para controlar apetitos terrenales impropios de una completa entrega mística. El amor, con minúscula, a sus semejantes, es una extensión obligada de ese Amor a Dios: práctica de la caridad a que nos llevó con su ejemplo Jesucristo. La mayoría de los santos cuyas vidas conozco fueron célibes, muchos, sacerdotes o monjas, con excepción de esa mujer extraordinaria, Santa Mónica, cuyas lágrimas y plegarias tomó Dios para formar en el hijo extraviado una nueva criatura, también fuera de serie: San Agustín. Esa espectacular conversión expresa la fuerza del amor maternal, que es milagroso por naturaleza, aunque no sea entre santa y santo, y se caracteriza por su ausencia total de egoísmo. Pero el sentido del amor del cual es protector San Valentín sí es egoísta. Reclama reciprocidad, es posesivo, complejo, ambivalente, como las almas que lo cobijan: sentimientos, atracciones, motivaciones, relación difícil y avasalladora entre DOS seres humanos que se encuentran, diosidencia o coincidencia, inician eso que llama Alice Munro: “el proceso del amor” estable o efímero, pero que marcará sus historias de vida. Ese amor, así de humano y normal, exento de la grandeza de una madre, es el que el imaginario popular ha puesto bajo la protección de San Valentín. A eso me refiero, al que ha llenado de bombones y corazones rojos el 14 de febrero en las últimas décadas. El festejo empezó frugalmente: tarjetas coloridas, modestos regalitos primorosamente envueltos, algunas flores; el día de San Valentín tenía un aroma dulzón, un poco cursi pero tierno. San Valentín sonreía, seguramente. Pero ni el Santo ni las alarmas “casándricas” de quienes vimos llegar la ola del Mercado, pudieron conservarle al 14 de febrero sano talante. Como Navidad y el Día de las Madres, la fecha se fue convirtiendo en “Black Friday” que borbotea consumismo, azuzado por la publicidad en los medios de comunicación. Convalecientes aún de las compras desaforadas de diciembre, el vértigo adquisitivo se reinicia. Hay ofertas para todos los gustos, pero aun lo más pequeño desafía el bajo poder adquisitivo de la mayoría de los/as dominicanos/as. En un país situado por CEPAL entre los más pobres con indigencia incluida, el consumismo al que se induce, escandaliza y contamina desde su entraña Neoliberal la esencia de lo que se celebra. Porque el amor, aun sea minúsculo y efímero, reducido a su expresión de pareja, lo que reclama es un intercambio de sentimientos. Y nada tiene que ver la manifestación propia de esos sentires, besos, abrazos, el encuentro sexual que culmina una relación íntima, con relojes de marca, perfumes franceses, jeepetas o cruceros lujosos. El amor NO ES una operación mercantil. San Valentín debe estar horrorizado al convertirse en “Tótem” pagano ante el que se depositan ofrendas en pujas. Hoy después de rezar, incluyendo la oración a San Valentín, para consolarlo y animarlo un poco, cumplí con el rito amoroso; le entregué a Mario un libro, regalo habitual entre nosotros desde que nos casamos hace 44 años. Prueba de que no estoy en contra del mimo que representa el obsequio en una especial fecha; aunque luego el día elegido para celebrar el amor, se desvirtualice en los otros 364 del año, 365 si es bisiesto. Este En Plural, como otros de antes y de luego, es una tozudez. Voy contra la corriente, yo sigo porfiando por creencias y amores que son solidarios, mientras el mundo se convierte un inmenso “Mall”. Porfío, por cabeza dura, para devolver a las palabras y a los conceptos su verdadero sentido: Amor, por ejemplo, no es un objeto de consumo, la gratuidad es su semántica ínsita. Y, por supuesto, empeño mi terco ejercicio en el amor, sin ponerle la infamante etiqueta de los signos de pesos, dólares o euros, en el que doy, ni en el que recibo.