El holocausto de los inocentes
Cuando hablamos del aborto pensamos en una prerrogativa que está establecida entre los seres humanos sólo por mandato específico y decisiones de los hombres, que con arrogancia tiene como objetivo el acabar con una vida que empieza mediante la aprobación en algunos países de una ley muy polémica y poco clara, que choca con las convicciones que pueda tener un médico sobre este problema a través de la óptica cristiana. Esta situación produjo una denuncia de la Madre Teresa de Calcuta sobre el mal del aborto: “Sólo Dios puede decidir sobre la vida y la muerte. Esa es la razón por la cual el aborto es un pecado terrible. No sólo se está matando vida, sino que también se está poniendo el yo antes que a Dios. Sin embargo, ahora las personas deciden sobre quién debe vivir y quién debe morir. Quieren erigirse en Dios todopoderoso. Quieren tomar el poder de Dios en sus propias manos. Quieren decir: “Yo puedo prescindir de Dios. Yo puedo decidir”. O sea, para esta gente Dios se ha convertido en una molestia. La cuestión del aborto concierne a nuestra doctrina del hombre además de Dios, pues, por poco desarrollado que pueda estar el embrión, todos coinciden en que está vivo y es un ser humano. Y cualquiera que sea la relación que establezcamos entre el recién nacido y el nonato, inevitablemente entra en juego nuestra valoración del ser humano. Así pues, la actual práctica casi indiscriminada del aborto refleja un rechazo de la concepción bíblica de la dignidad humana, por aquello de tratar a un mismo nivel problemas como el infanticidio y la eutanasia, todo producto de la “corrosión del carácter sagrado de la vida humana” lo que algunos atribuyen actualmente a la decadencia del cristianismo. De manera que, si el debate sobre el aborto es un desafío a la soberanía divina como a la dignidad humana, el cristianismo concienzudo no puede permanecer ajeno al problema. Por esta razón es que debemos tomar en serio el problema; no importa que los médicos hicieran o no el juramento hipocrático (que data del siglo V A.C.) donde supuestamente se daba por sentado que asumían sus compromisos fundamentales: “Adoptaré aquel método de tratamiento que, según mi capacidad y juicio, considere sea para beneficio de mis pacientes, y me abstendré de todo lo que fuese nocivo y malicioso. No administraré una droga mortal a quien me la pidiere, ni aconsejaré su empleo; asimismo, no colocaré el pesario (latín: pessarium, supositorio vaginal. Aparato que sirve para mantener el útero en su sitio en caso de prolapso) a una mujer para provocar el aborto”. Puesto que algunas de las cláusulas del juramento se han vuelto obsoletas, la declaración de Ginebra (1948) lo actualiza, a la vez que agrega la promesa: “Mantendré sumo respeto por la vida humana desde el momento de la concepción. Los defensores del aborto apelan a la compasión alegando que un embarazo no deseado, aportarían tensiones que vulneran los derechos de la mujer citando situaciones en la que, si se permite que el embarazo llegue a término, la madre y el resto de la familia soportarían tensiones intolerables con un hijo no planeado; mientras los opositores al aborto apelan especialmente a la justicia, haciendo hincapié en la necesidad de defender los derechos del niño nonato puesto que para algunos médicos y algunas clínicas, el aborto se ha tornado una práctica sumamente lucrativa que escapan a la imaginación, como se estableció en la ciudad de Washington D.C., capital de los Estados Unidos, donde el número de los abortos supera el de nacimientos normales en una relación de tres a uno, incrementándose en el mundo, según estadísticas de 1968, en unos treinta y cinco millones, cifra que habrá aumentado considerablemente, contando 12 millones más que todos los muertos en las dos guerras mundiales, según estudios de Francis Schaeffer y Everett Koop cuando escribieron sobre la “matanza de los inocentes”, o la obra “El aborto: el Holocausto Silencioso” de John Powell. En el Salmo 139 encontramos la base escrita más sólida por lo que nos maravillamos ante la omnisciencia y omnipresencia de Dios, a pesar de que este salmo no pretende ser un tratado de embriología, encontramos abundantes imágenes poéticas y el lenguaje figurativo (por ejemplo, v 15 “ fui entretejido en lo más profundo de la tierra”, afirmando el salmista “Tú me hiciste en el vientre de mi madre (v. 13), se emplean dos metáforas familiares para ilustrar la capacidad creativa de Dios: El alfarero y el tejedor. Dios es como un artesano experto, que lo “creó” (o mejor dicho lo formó), tal como un alfarero modela la arcilla. El mismo pensamiento se repite en Job 10.8, donde él afirma que las manos de Dios lo hicieron y lo formaron. Job dice: “Me vestiste de piel y carne, y me tejiste con huesos y nervios” (10,11). Me guiarás de la mano, Señor. De manera que el punto clave es moral y teológico; específicamente se refiere a la naturaleza del feto (fetus del latín descendencia). Evitemos en lo posible la compasión humana y enfoquemos el problema desde un punto que podamos valorar el rol de los cristianos, con miras a entender la actitud de algunos con respecto a la de un óvulo fecundado, ya sea en el útero o en un tubo de ensayo.
