PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA
Gregorio XVI, hijo de una época
Ya a los 18 años, Bartolomeo Alberto Cappellari, el futuro Gregorio XVI, se convirtió en el monje camaldulense “Mauro”. Para 1790 es profesor de ciencia y fi losofía. Mauro no se desanimaba fácilmente. En 1799, estando preso Pío VI de las tropas napoleónicas, justo cuando el papado parecía haber muerto, Mauro Cappellari publicó, “El triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia contra los ataques de los innovadores.” Cappellari pertenecía a esa generación de eclesiásticos que condicionaba la libertad de la Santa Sede al mantenimiento de la soberanía sobre los territorios pontifi cios. La jerarquía en los inicios del XIX sospechaba de todos los renovadores. Así se expresó León XII (1823–1829) sobre Lacordaire: “tiene talento y buena fe, pero es un exaltado, uno de esos amantes del perfeccionismo que, si se les dejara hacer, cambiarían el mundo”.
Durante el cónclave de 50 días que sucedió al corto pontifi cado de Pío VIII (31 marzo, 1829 a 30 de noviembre de 1830), Mauro Cappellari fue electo con el apoyo de los cardenales “zelanti” [conservadores celosos y beligerantes] y del estadista austríaco Klemens von Metternich (1773–1859) quien deseaba un papa autoritario que no cediera “a la locura política de la época” (The Oxford Dictionary of Popes, 1986).
Gregorio XVI, (1830–1846), testigo de dos papas presos y abusados por los revolucionarios, rechazaba visceralmente las ideas y adelantos de los nuevos tiempos. Era contrario a los ferrocarriles, pues fomentaban relaciones internacionales que pudieran perjudicar la piedad de su pueblo. Los franceses les llamaban “chemins de fer”, “los caminos de hierro”, Cappellari los bautizó, “chemins de l´enfer”, los caminos del infi erno. Era contrario al alumbrado de gas pues propiciaba las reuniones nocturnas.
Se opuso a la participación de sus súbditos en los congresos científi - cos, pues los carbonarios, se colaban en esas reuniones y difundían sus nefandas ideas. Los carbonarios formaban una sociedad secreta que aspiraba a una Europa liberal y constitucionalista y a una Italia unida e independiente.
En 1832, cuando la católica Polonia, era masacrada por las tropas del Zar Nicolás I (1825–1855) por rebelarse contra la opresión rusa, el Papa dirigió una carta Encíclica al clero polaco denunciando: “los manejos de algunos forjadores de engaños y mentiras que, so color de religión…, levantan la cabeza contra el Poder de los Príncipes”.
La carta hirió la fe, el amor patrio polaco y el sentido común occidental.
Las tropas rusas ahogaban en sangre a un pueblo heroico, cuya única culpa era la de luchar por su libertad.
Gregorio XVI se dio cuenta de su error y el 22 de julio, 1842 se pronunció a favor de la valerosa nación polaca, en una carta que impresionó profundamente a los europeos. Tres años más tarde, aprovechando la visita del zar Nicolás I en Roma, expresó al joven tirano su opinión acerca de los acontecimientos polacos, entregándole un informe detallado acerca de los horrores cometidos por los rusos en Polonia. El zar abandonó el Vaticano conmovido y avergonzado, había esperado otro recibimiento.
Para Gregorio XVI la lucha por la unidad italiana y la regeneración de Italia eran absurdas y soberanamente injuriosas para la Iglesia. La libertad de conciencia, un máximo delirio. La libertad de prensa, execrable. Dejó a la Iglesia sin fondos fi nanciando las tropas austríacas que sofocaron varias rebeliones de patriotas italianos en las posesiones papales durante la década de los 1830.
En medio de la lucha heroica del pueblo irlandés por sus derechos, Gregorio XVI pedía en una carta privada del 15 de octubre de 1844 al clero que no se mezclasen en asuntos políticos, mientras la Santa Sede y la jerarquía negociaban con la Corona Inglesa.
Como acabamos de ver, en muchos asuntos, Gregorio XVI se condujo como un hijo de su época, en otros, fue un cauteloso pionero.
EL AUTOR ES PROFESOR ASOCIADO DE LA PUCMM