Carta a mi padre fallecido

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Francisco Javier GarcíaSanto Domingo

Leída en el cementerio y publicada en ocasión de su novenario Ayer, a eso de las cuatro y treinta de la tarde, concluiste la sorpresa que nos tenías a todos: ¡marcharte! Diez años después que lo hizo mamá. Ella lo hizo en el mes de las madres y tú en el mes del padre. ¡Caramba! ¿Será que presentías esta partida material? Porque la noche anterior a tu internamiento en la clínica para someterte a tu última cirugía, me dijiste: “He revisado la libreta donde anoto las cosas que tengo pendiente decirte, y me he dado cuenta que nada tengo por resolver, porque en todo me has complacido”. Y de inmediato me preguntaste: “¿Es que me estás despidiendo? Te dije: “¡Imposible papá! Cuando volvamos a la casa, ya habrán otras cosas pendientes”. ¡Qué tonto fui! No era yo que me despedía de ti, eras tú el que te despedías de nosotros. Si la grandeza de los hombres se mide, no por el dinero, ni los apellidos, ni los abolengos, sino por su dignidad, por su honradez y por su nobleza, ¡entonces a ti te cabe la gloria de haber sido un hombre grande! Cuántas veces, pero cuántas veces me encontraba con funcionarios de este y el pasado gobierno que me decían: “Por allá estuvo don Lalo”. Era notorio que lo dijeran una y otra vez, y cuando les preguntaba qué buscabas, siempre me repetían lo mismo: “Tratando de ayudar a otros”. A gente pobre, a humildes, a infelices que permanentemente te visitan para hacerte saber sus problemas y siempre los consideraste como tuyos. Eso papá, que hacías con tanto amor, con tanta vehemencia, es lo que se llama SOLIDARIDAD. No hubo un solo día que te visitara que no me recibieras con el problema de alguien del barrio, o del campo o simplemente me decías “por aquí estuvo fulano o fulana con tal o cual problema”. Que orgulloso papá me siento de ti, porque para practicar la solidaridad como tú lo hacías se necesita tener grandes virtudes humanas, y tú, mi viejo, ¡las tenías todas! Sé que te gustará saber que toda la familia, y especialmente yo, estamos muy agradecidos de doña Argentina. Su entrega permanente, su amor y su dedicación para contigo, sin lugar a dudas, ayudó para extenderte la vida y que llegaras hasta aquí. A veces me llamabas por teléfono y me decías: “Te llamo para decirte que estoy mejor, para que no te preocupes por mí”. ¡Qué corazón tan grande el tuyo! ¡Qué corazón tan bueno! Por eso, quiero que sepas que no te recordaremos con tristezaÖ ni pensando en los momentos tristes y difíciles de los últimos días: ¡NO! Te recordaré como el gladiador que siempre fuiste, el hombre optimista, el hombre valiente, comprensivo, jovial y, sobre todo, dotado de gran sabiduría y de mucho valor personal. Te recordaremos con alegría para que así en el cielo tú también estés feliz. Quizás nunca te lo dije papá, pero tu disciplina, tu carácter y tu formación nos moldeó a todos. Por eso todo lo que soy hoy te lo debo a ti. Tú, que fuiste miembro del Ejército Nacional y posteriormente de la Policía Nacional, hoy podemos decir lo orgulloso que estamos de ti, porque siempre usaste con honor y dignidad el uniforme. Tus manos salieron como entraron a esas instituciones: limpias y transparentes como el agua cristalina que sale de la montaña. Tu vida la viviste humildemente con intensidad. Tu lucidez mental, tu claridad de pensamiento, tus respuestas inesperadas, siempre fascinó a mis amigos y compañeros, que también eran tuyos. Les sorprendía la energía inspiradora de tus últimos años, y es que, mi viejo, nos comprobaste aquella frase de Abraham Lincoln que expresa que: “Al final, lo que importa no son los años de la vida, sino la vida de los años”. De ti nunca aprendí el pesimismo, ni el odio, ni la envidia, ni la maldad contra nadie. Nunca te escuché quejarte del pasado, de lo que no fue o de lo que no pudiste hacer. Vivías el presente, añorabas el futuro y caminabas hacia adelante. Para ti, como dijo Agatha Christie: “La vida fue una calle de sentido único”. Viviste con amor en tu corazón. Aplicaste a plenitud el perdón a los demás; como lo cuenta San Mateo en el relato en que Pedro a Jesús le dice: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Y Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Finalmente papá, gracias le doy a Dios por haberme permitido ser tu hijo y tener la familia inmensa que tengo, porque si volviera a nacer y pudiera escoger entre todos los padres del mundo, volvería a escogerte a ti. No te digo adiós, papá, tú nunca morirás entre nosotros, porque los recuerdos nacidos y vividos en el amor, son eternos.

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