El cóndor pasa, que pase el cóndor

En quechua, según refiere la internet, la pieza parte de los compases iniciales de una canción tradicional llamada Huk urpichatam uywakarkani. Para los hispanoparlantes de hoy, desvinculados de las claves originarias, gravita como poderosa evocación de la nada, de vacío. Para otros, con pies anclados en una realidad con vocación de futuro, nada más alejado de lo cierto. “El cóndor pasa” es la pieza musical de un autor latinoamericano más conocida y reconocida mundialmente. Y, para mí, la más bella. No descanso de escuchar y reescucharla. Su potentísima debilidad, nacida de la simpleza, le aporta la mayor de sus fuerzas, su robustez. A veces hay que ser débiles para ser fuertes. Su “leit motiv” es simple, pero persistente. No pierde su esencia ni su gravedad. Menos su “realeza”. Descansa en atributos esenciales de la música indígena del Perú prehispánico: viento (flauta dulce) y tambores. Se le añaden, naturalmente, cuerdas. Juntos arrastran la melodía hacia la danza en un fluir que es símil de lo que fluye, llega y pasa. Parece que Ravel se inspiró en ese aproximarse para componer su conocido “Bolero” de 1928 que tanto escuché en casa de Gaspar Mario Cruz porque, sépase, “El cóndor pasa” es de 1913. Inicialmente no fue más que acompañamiento. Música de cierre de un espectáculo, para lo que entonces era lo principal del género escénico: la opereta y la zarzuela. “Populares”, no tenían aquel rigor de la música sinfónica; narrativas, no llegaban a la complejidad de la ópera. “El cóndor pasa” nació en esa cuna de un género empequeñecido. Pero la pieza estaba preñada por la grandeza. Las cunas no determinan el destino de los productos y actos humanos porque las cunas no están pegadas a las espaldas de los hombres y las mujeres. A pesar de esa humildad suya, su grandeza habitaba los espacios de las sonoridades, la realeza danzaria de viejos rituales principescos y de cortejos. Habían sobrevivido. Latían ocultos en el alma de aquel hombre, Daniel Alomía Robles. Él levantó un universo de impresiones cuando la música todavía no era impresionista, lo incrustó como emoción cara y querida en el espacio de una letra compuesta por Julio Baudouin y Paz, un dramaturgo limeño a quien sólo se recuerda por ese lugar grande que la música le correspondió por él habérselo dado a la música. Igual que Napoleón. Es un personaje histórico. Se recuerdan sus hazañas y sus heroicidades. Pero a él se le recuerda gracias a David: el pintor magnífico del clasicismo francés que lo imprimió en la memoria de todas las generaciones desde entonces por venir en el brío de un caballo blanco. Es el rol de los artistas. Crear para la grandeza de mañana bajo los imperativos de la pequeñez de hoy. Es el papel de la cultura. Dejar simiente de eternidades. Vínculos esenciales con las almas, capaces de trascender formas de ser, fronteras, tiempos y todo tipo de adversidades. Pensada en la humildad artística de una música para una zarzuela, como simple acompañamiento para un espectáculo de divertimento y pasajero, anclado al tiempo y a los gustos más que a lo verdadero y esencial, de ser, estéticamente, “tan poco”, “El cóndor pasa” vino a ocupar la principalía en la música latinoamericana, gracias a su calidad y a la actualidad de sus soluciones. Ella apropió las distancias y las edades en esa imagen tan simbólica y denotativa de los ciclos. Es invocación, toca los espacios existentes más allá de la trascendencia. Surca el tiempo y hace, obligadamente, pensar que, no sólo con el modernismo poético, la lengua española cambió su capital hacia Rubén Darío: en la música lo hizo con “El cóndor pasa”, con Alomía Robles. Debemos escuchar el “Bolero” de Ravel (1928) y, luego, “El cóndor pasa” de Alomía Robles, para sorprendernos de que el arte musical europeo era más viejo que el arte musical latinoamericano; que Latinoamérica tenía, como luego lo patentizó el muralismo mexicano, soluciones a través de cuyos surcos marcharía y se descubriría mucho del arte del siglo XX. Es, naturalmente, una historia por contar. Y por documentar. Se trata, en el caso de “El cóndor pasa”, del acercamiento de las inmensidades; ellas vienen, como el futuro, como el cóndor sobre el cielo, y tejen lo esencial, la noción y realidad del tiempo, del devenir, de lo que se aproxima, llega y pasa para quedar, sin embargo, en la memoria, como una sonoridad de agudos persistentes y sostenidos, como quizás los escuchó Alejo Carpentier para quien todo aquel tiempo, toda aquella realidad, toda aquella cosa presentida y perdida podían asirse y reconstruirse desde la magia de la narrativa. Hoy hago esta referencia a “El cóndor pasa” sabiendo que todo lo que se aproximó y llegó también se alejará. Como las nubes cargadas de lluvia; como la luna del atardecer, como el sol de las auroras, como las lluvias, como el calor, como las palabras y sus silencios, como el dar y el recibir, como la solidaridad y el egoísmo, como la amistad y la traición, como el delinquir y el perdonar, como la juventud y la vejez, como el vivir y el morir... Escucho “El cóndor pasa” y veo, desde mi balcón, el mundo transcurriendo. Meteré la mano en él, claro está, ataviado de su música y la mía. Para dejar plantadas semillas de concordia; un futuro mejor sin tiempo para esperar; amor para todo lo que viva en mí, me rodee, me toque y yo toque. Meteré la mano, inspirado en la emoción aguda de los vientos dulces y la solemnidad de la marcha de los tambores de “El cóndor pasa”. Y dejaré paso a lo demás. Al cóndor. Que pase. A él pertenece la majestad del tiempo y los cielos. A mí, atestiguar cómo llegaba, como llegó, cómo se fue. ¡Qué bella ilusión! Incluir “El cóndor pasa” en la sed de extra terrenalidad que anima la odisea humana de hoy en el espacio. Yo, con esa pieza, alimento otras fibras, telúricas, esenciales. Y el cóndor pasará también sobre mí.

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