El clamor de Raúl Castro
“Hay que estar vivo para ver cosas”, siempre se ha dicho en la sociedad dominicana, pero el grito de Raúl Castro, presidente de Cuba, es la expresión más tétrica de cuántas se hayan dicho en los últimos cincuenta años en ese país. El presidente cubano se ha quejado del grado de corrupción de los cubanos y se lamenta de que sus connacionales creen que robarle al Estado “no es robar”. La revolución cubana enarboló en sus primeros tiempos el concepto de que reformaría la sociedad creando lo que el Ché Guevara definía como “el hombre nuevo”. Un mítico concepto acuñado a fines del siglo XVIII. Las prostitutas se convirtieron en enfermeras y en maestras; los vagos fueron entrenados para trabajar, e incluso los dementes cultivaban rosas en las proximidades de La Habana. En el 1971 tuve la oportunidad de ver esa experiencia y en verdad; uno pensó que la revolución se imponía en todos los estamentos sociales. Cincuenta años de revolución no han podido reformar al ser humano, ni en Cuba, ni en Vietnam, ni en la Unión Soviética y mucho menos en China. La gente como tal y en todos los escenarios está impelida a utilizar sus habilidades para sobreponerse a las adversidades, a las precarias condiciones de vida en cualquier situación político-social. La corrupción parece que ha logrado, según lo dicho por Raúl, penetrar el imaginario de la sociedad de su país que reclama unas mejores condiciones de vida “a cualquier precio”. Fidel y Raúl han presidido todo el proceso de la Revolución Cubana, y en verdad han logrado buena salud, educación y una “vida mejor” organizada, pero los efectos de los controles sociales y políticos parece que le están pasando factura a los envejecidos dirigentes políticos. Probablemente Raúl no sepa que sus funcionarios cobran “coima” a los comerciantes e industriales que van a Cuba a vender sus productos. Un distinguido exportador dominicano me aseguró que si no paga, adelantado y en dólares, no le compran y mucho menos le pagan. Y el pago tiene que ser en dólares y depositado en una cuenta en el exterior. Si debemos ser comprensivos con el presidente cubano, debemos admitir que él está al margen de esas prácticas mafiosas de sus subalternos, pero es así. Hace años escribí un artículo en este mismo diario indicando que “la revolución cubana está agotada y suspendida en el tiempo”. Obviamente no tiene espacio para que su economía crezca como no sea en el campo turístico. Pero el país no puede vivir sólo del turismo especialmente cuando tiene a los dominicanos, los mejicanos, puertorriqueños, Antillas Menores y hasta Jamaica buscando afanosamente a los turistas asediados por la crisis financiera que atenaza al mundo. Siempre habrá un segmento de la sociedad cubana, como en todo país que emigra, se rebela y hasta conspira para obtener una vida mejor. Los casos europeos, chileno y brasileño que acabamos de observar, deja claramente establecida esa inalienable condición humana. Y eso no lo va a resolver nunca ni Stalin, Mao, Fidel y mucho menos Raúl. Más bien el anciano dirigente cubano lo que debe es auspiciar una apertura socioeconómica en ese país que supere la rigurosidad que ha vivido la población. Es mejor que ejecute un buen plan de apertura y reconciliación ahora, que sufrir en el futuro un proceso traumático que socave los innegables logros en la educación y la salud de la Revolución Cubana. Nadie puede predecir si el cambio será hoy o cuándo en el futuro, pero es obvio que la sociedad cubana, como lo ha hecho recientemente Vietnam, reclama una restructuración que reinserte a esa sociedad en el “libre mercado”. Hay que admitir que los parámetros morales de la sociedad cubana son, quizás, los más exigentes de la región, pero se han perdido varias generaciones en lo que en definitiva no se podrá lograr: “Un hombre nuevo”. El propósito es muy hermoso, pero es sólo una consigna inalcanzable porque el hombre nuevo lo vemos a cada paso en la capacidad humana para sobreponerse a las adversidades. La ciencia es la que crea al hombre nuevo. Ojalá Raúl Castro pueda dejar esa impronta en el espíritu de la sociedad de su país. Cincuenta años es demasiado tiempo.