El precio de un amigo
Estoy plenamente convencido que un amigo fiel no tiene precio. La amistad verdadera es sagrada, frágil y muy delicada. Es preciso discernir con sabiduría y prudencia la validez de una buena amistad. Hay muchos sucedáneos que, a la larga, nos producen desazón y, sobre todo, fracasos a veces irreparables. El amigo es un refugio seguro, una protección valiosa, no tiene precio, nadie puede calibrar su autentico valor. Es un tesoro que proporciona calidad a la vida. Es un don que es preciso guardar con diligencia. Se ha instalado en nuestra sociedad una peligrosa vivencia de unos “valores blandos”, flexibles, versátiles, que rehúyen el esfuerzo, el sacrificio y la entrega generosa. Se fomenta el mínimo esfuerzo, la conciencia débil, el compromiso limitado al gusto o a la conveniencia. Necesitamos amigos de verdad, sin mixturas. Es preciso valorar la sostenibilidad personal, la ecología del corazón, la reinvención del acompañamiento positivo. La amistad debe carecer del miedo hacia la ética, la bondad, el bien. Debemos p0er en el centro de las personas un desarrollo integral, una fuerza imparable de bien, una integridad ética la que nunca debemos renunciar. He escuchado una canción que entonaban un grupo de amigos cristianos comprometidos: “Somos adolescentes y nos queremos, somos adolescentes y creemos en Jesús, somos jóvenes y nada nos podrá impedir recorrer el largo camino de la amistad”. Palabras como estas, surgidas espontáneamente de ellos, son un indicio claro de que es posible la amistad comprometida. Jesús continua atrayendo, propiciando amigos. La propuesta cristiana es una sinfonía de amistad con Jesús y con los amigos y amigas cercanos. Tenemos a menudo que apagar los cajones informáticos, y aceptar la invitación sugerente de vivir la fe presente, comprometida, al lado de los pobres, de los indigentes, de los ancianos, de los que sufren. Una fe sin presencia, sin amistad, sin oración, sin compromiso carece de sentido. Lo más importante no es encontrar la persona correcta, lo importante es ser la persona correcta. Con nuestra presencia amistosa, física y presente, tenemos que contagiar el calor de Dios. Debemos llevar el mundo virtual a una presencia real. Podemos transmitir la fe a través de las redes sociales, pero tenemos que vivirla en el entramado real de los estudios, del trabajo, de la casa y de la calle. Dios quiere que estemos en contacto con El, ser sus amigos. Y nos invita a estar en contacto con los seres humanos para compartir sus alegrías, aliviar sus dolores, acompañarlos diligentemente en su trayectoria vital. No es una redundancia innecesaria repetir una y mil veces: “Debemos ser buenos amigos de nuestros amigos”.