PENSAMIENTO Y VIDA
Bueno y breve
Publicado el Catecismo de la Iglesia Católica ñun tomo voluminosoñ se sintió la necesidad de contar con un texto más breve y manejable. Hay quien dice que el mismo Benedicto XVI asumió este trabajo al que puso el título de “El libro de la fe”. No se repite lo ya dicho sino que con increíble fidelidad al Catecismo nos presenta de modo denso e inteligible todo lo que en el catecismo se presenta más difusamente. Me ha sorprendido el capítulo dedicado a los sacramentos. ¿Qué sería la ternura de los padres con sus hijos, la amistad, la solidaridad en la prueba, el amor de los novios y de los cónyuges, la solicitud con los enfermos, si solo contáramos con la palabra? En los más importantes momentos de la vida, tanto en los alegres como en los dolorosos, las palabras necesitan de gestos para tocar el corazón humano. También la Iglesia necesita de gestos que hablen. Si las palabras tienen el poder de tocar, de herir o de curar se debe a la biblia. Sus manos, dice la Biblia, empleando un lenguaje poético, nos han moldeado a su imagen. ¿No ha liberado a su pueblo con mano fuerte y brazo extendido? Dios nos toca porque se acerca a nosotros. Ha tomado nuestra humanidad para formar cuerpo con nosotros. Por la mano de Jesús cura, bendice, reconcilia, consagra. Cuando Dios lanza una señal se pone a nuestro alcance. No aplasta sino que eleva. El signo más hermoso del Padre es que ha enviado a su Hijo. La palabra latina “sacramentum” significa entre otras cosas juramento solemne de fidelidad, por medio de un signo auténtico. Por esta razón decimos que Jesucristo es el sacramento por excelencia que realiza el encuentro entre Dios y los seres humanos. La Iglesia es a su vez el sacramento de la presencia de Cristo entre nosotros. En ella cada sacramento es una palabra y un gesto de salvación. El Señor nos hace renacer a la vida, nos confirma y perdona nuestros pecados, nos reconcilia, une el esposo a la esposa, reúne a su pueblo alrededor de la misma mesa y se da como alimento, hace revivir a los enfermos y da pastores a su pueblo. El que confiere el sacramento debe tener la intención de hacer lo que la Iglesia. Y aunque sea pecador, el sacramento no pierde nada de su valor, pues es el Señor quien actúa a través del gesto sacramental.Como dice Agustín, cuando Pedro, Pablo o Judas bautiza es Cristo quien bautiza. Lo que nos trasforma es el encuentro con el Resucitado. También los sacramentos son obra del Espíritu Santo. Gracias a él podemos encontrar al Señor a través de las palabras y los gestos sacramentales por los que él mismo opera la salvación y renueva nuestra existencia. El encuentro con el resucitado supone la fe del que pide el sacramento en el caso del que pide el sacramento, la fe de la Iglesia supone la del niño. Y es que efectivamente ni el mismo Cristo podía hacer gesto alguno de salvación allí donde no se cree en él (Mr 6,5). ¿No es acaso cuando estamos muy poco comprometidos cuando nuestras celebraciones nos dejan un sentimiento de vacío? El que ama verdaderamente se preocupa de prepararse en cuerpo y alma para el encuentro con el que ama. El cristiano se prepara interiormente para encontrarse con Cristo. Una celebración vivida desde el interior no nos deja seguir siendo los mismos hoy, mañana a la larga. “Yo estoy con ustedes cada día hasta el fin de mundo”, dice el Señor (Mt 28,20). Nos preguntamos a veces cómo alcanzar al Resucitado. En realidad es él quien viene a nosotros allí donde nos entregamos. La Iglesia, cuerpo de Cristo, lo hace perceptible en nuestra historia. Lo hace mediante la proclamación de la palabra por los sacramentos del bautismo, de la confirmación de la eucaristía, de la unción de los enfermos, del matrimonio y del orden. El Señor no está únicamente presente en la palabra y los sacramentos sino también en la asamblea convocada por él en el celebrante que actúa en su nombre. Cristo está presente en la Eucaristía bajo los signos de pan y de vino, incluso después de la celebración. Por esta razón se conserva la eucaristía en el sagrario, primero para que pueda ser llevada a los enfermos y agonizantes y también para permitir a los fieles orar en presencia del Santísimo. Esta plegaria de adoración los une al misterio Pascual y los hace comulgar en el sacrificio de Cristo del que la eucaristía es sacramento permanente. El que comulga espiritualmente de este modo o el que recibe el cuerpo de Cristo fuera de la celebración eucarística expresa el deseo de participar plenamente en la misa. La Eucaristía es la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana. La oración del creyente se ve estimulada y ayudada por la presencia de Cristo en nuestras Iglesias. El Maestro está ahí y te llama (Jn 11,28). Esta presencia hace de nuestras Iglesias un lugar especial de encuentro con el Señor. “El que les llama es fiel”(1 Tes 5,24). Todos los sacramentos tienen su origen en el Cristo muerto y resucitado que quiso que su vida fuera dada a través de los signos de su Iglesia. Esto no quiere decir que conozcamos el lugar, el momento y las palabras de la institución de cada uno de ellos. En lo que concierne a la Eucaristía, los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas, así como San Pablo (1 Cor. 11, 23) dando un claro testimonio de la Institución por Jesús. En cuanto al bautismo, Juan bautizaba antes que Jesús. Pero la Iglesia se da cuenta que el bautismo en nombre de Jesús es diferente del de Juan. “Yo os he bautizado con agua -dice el bautista- pero él os bautizará con el Espíritu Santo” (Mc 1,8). Los escritos apostólicos (evangelios, cartas, Hechos de los apóstoles) dan testimonio de que el bautismo en nombre de Jesús, confiere el Espíritu (Hech 19, 1-7). Refieren varias veces que Jesús dio a los apóstoles la misión de bautizar y también la de redimir los pecados. Solo Dios posee este poder y Jesús resucitado lo ha confiado a los apóstoles. En cuanto a los otros sacramentos, los testimonios no son tan explícitos. Los escritos apostólicos nos hablan de imposición de las manos a los que son mandados a una misión, de unción de aceite a los enfermos y del matrimonio cristiano “misterio de Cristo y de la Iglesia”: La reflexión de los primeros cristianos sobre los hechos y los gestos de Jesús estuvo guiada por los acontecimientos. Así es el caso de la Confirmación. La Iglesia experimentó que el don del Espíritu, en cuanto confirma el bautismo, puede manifestarse en un gesto separado del bautismo. En cuanto al matrimonio hay que decir que ya preexistía como institución. Pero, al meditar las palabras evocando las exigencias de la fidelidad conyugal, los apóstoles tomaron conciencia de la especificidad del matrimonio cristiano. Jesús curaba a los enfermos y dio esta misión a los apóstoles. La Iglesia ha visto en estos gestos de curación del cuerpo una curación del corazón y una remisión de los pecados. Es en razón de la misión de los Doce y de la carga de pastor confíada a Pedro que la Iglesia se sabe instituida por Jesús como unidad apostólica y Jerárquica. Cuando la Iglesia confiesa que todos los sacramentos han sido instituidos por Jesús no lo entiende con mentalidad jurídica. Lo que intenta expresar en el marco de la fe es que todos estos gestos de salvación son queridos por Jesús y tienen su fuente en Jesús. Es él mismo quien bautiza y confirma y quien se ofrece al Padre y a los seres humanos. Él mismo perdona los pecados. Él mismo unge a los enfermos para salvarlos. El mismo sella la unión conyugal. El mismo comunica los poderes en la ordenación Es siempre él quien en primera instancia confiere el sacramento. El papel de la Iglesia es por tanto el de intendente de los misterios de Dios (1 Cor 4,1). Los sacramentos no le pertenecen en propiedad. Estima también la Iglesia que no puede omitir ninguno de los siete sacramentos. No los administra como si fuera su autora sino que anuncia y trasmite a los seres humanos las gracias que les vienen de Cristo. De esta suerte en todo tiempop las palabras y los gestos del Señor siguen siendo perceptibles a fin de que en cada época haya hombres y mujeres que puedan responder a la llamada de Cristo, tomen parte en su misterio pascual y participen en su misión hasta que Dios sea todo en todos (1Cor 15,28; Col 3,11).

