Camus, la ciudad bajo la peste

Empujaron una puerta y se encontraron en una habitación clara, pero pobremente amueblada. Un hombrecito regordete estaba echado sobre una cama de bronce. Respiraba ruidosamente y los miraba con ojos congestionados. El doctor se detuvo. En los intervalos de la respiración le parecía oír grititos de ratas, pero no había nada por los rincones.Albert Camus, “La peste”. La forma de trabajar, amar y morir permite conocer las ciudades, afirma Camus en su novela “La peste”. Queriendo igualarlo, la generación dominicana del ‘60 volvió sus ojos a la ciudad amurallada, en busca de historias. No hizo más que desandar los pasos de “La ciudad romántica” de Balaguer, olvidando que pisaba las piedras de la Atenas caída de Salomé. A excepción de René del Risco, en quien la palabra fue sentimiento mágico y desnudo, aquella generación que hoy está a punto de salir de escena dejando casi en la orfandad las letras nacionales, se anidó en ella lo más parecido a la generación cultural boschista: quemada hasta arder en la falta de talento bajo la genialidad del profesor Bosch. Los sesentistas dominicanos arden también casi sin gloria ante la grandeza de la poesía sorprendida y la generación del 48. En la ciudad que trajeron a sus versos y narrativas no había lodos en los inviernos sino en todas las estaciones sin que se percataran. Tampoco un día, que es hoy, cuando las beatas tendrían que dormir bajo las sombras de ventanales cerrados para óy eso no lo previó Camusó escapar de risas y lupanares como en “La peste” se huye del calor. Una literatura no existe sin personajes y la ciudad de los sesentistas carece de ellos. No construyó ni legó arquetipos de la dominicanidad. Borracha de sociología fue tras la suicida y el funcionariado corrupto. La muchacha atrapada en su mala fortuna. Con el sufrimiento colgando del alma por entregar sexo a cambio de pesetas y una buhardilla en esa ciudad de mala muerte. El revolucionario es, ahí, vouyerista, testigo enamorado del silencio más que de la acción. Exactamente prototipo del revolucionario dominicano: puro mariquita. Ese es, en la novelística sesentista, el gran héroe. Ni Emile Zolá ni Dostoiwevsky óes mucho deciró se atrevieron a rasgos más cursis. Los personajes sesentistas son planos: buenos o malos hasta el aburrimiento. Sus acciones: preconcebidas, manidas. Y el ambiente: escasez de un narrar atrapado en penosas poetizaciones y descriptivas entre cuyas marañas la historia se enreda, detiene y suicida. Pero la ciudad fue invocada. Como personaje, no espacio. Entre los sesentistas es antípoda del barrio y este, por demás, no tiene rostro; es nombrado sin que se lo abocete con rasgos y caracteres donde la forma de trabajar, amar y morir queden perfilados. Por eso el mejor poeta de la ciudad, aunque sea la otra ciudad, es Luis Días. Luis -Terror- Días abandonó los amurallamientos de los espacios, los adoquinamientos mentales de la pequeña burguesía penosa de la generación del 60 para inaugurar una ciudad que fue decir en su música, un referencial para estructurar nuevas conductas, personajes e imaginarios. Allí donde la poesía falta a sus pueblos y los poetas se corrompen entre tribunales, mafiosos, prostíbulos y publicitarias, el arte busca y construye otros caminos que lo regresen a la ciudad que debe reconstruir como designio, sentido o enigma; grabar en la memoria y el olvido. Camus lo hizo. La colocó bajo los horrores y bondades humanas de la peste. Una ciudad no entra al arte como cosa sabida y cónsona con la arquitectura, la descriptiva del dibujo lineal o las prescripciones urbanas de la oficina recaudadora de impuestos. Entra como la trajo Camus: bajo los efectos de la peste; espejo de otra peste mayor que arrasa y enferma y destruye seres y consciencias. La que al recorrerse se revela como espacio virgen y muerto, amor y virulencia. Así viven las ciudades historias desconocidas, dramas capaces de transformar los acontecimientos sociales, religiosos y políticos en contenidos poéticos y novelescos. También los días y las noches. Las tardes y las fiestas. Bajo el signo fatal de la peste y el contagio de microbios y parásitos, crímenes y asaltos, indignidades y venganzas, trampas y celos, la ciudad se hace otra. Lo es porque quien la habita también es otro. Asalta y expone la tragedia y la dicha de la supervivencia. La esperanza o el arrepentimiento de vivir. Es presa del fracaso o se libera con sus triunfos. Ofrenda a la noche las danzas del interés propio o de todos. Salta y baila, muere y ríe, llora y canta sobre aquello que daña, que cura, que glorifica e infesta. Y todo mientras se camina/lee. Finalmente expone el amor, incluso a contrapelo suyo. Cantando o silenciosamente. Dormido en el descanso del éxtasis, despreocupado del mundo, de los otros y de sí. Enredado en el pelo de los amantes. Prisionero de labios amados. Habitando ojos que no le pertenecen. Porque, aún bajo la peste, aunque no lo supieran nunca los de la generación del 60, la ciudad permanecerá sobre el contagio de parásitos, lacras y virulencias si en ella el amor se escapa y florece. Si visita las piedras y debajo de las alcantarillas encuentra arcilla para reconstruirse y rehacerse. Y besarse. No importa si ese beso, luego, lo tenga que pagar con la dicha o se lo cobren con la muerte.

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