EL CORRER DE LOS DÍAS

Camilo José Cela y Ciudad Trujillo

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Marcio Veloz MaggioloSanto Domingo

Llama la atención la casi queja de Camilo José Cela hijo, también escritor, sobre cierto olvido creciente con el que la sociedad española de hoy “premia” la obra de su padre Camilo José Cela, el inolvidable autor de La Familia de Pascual Duarte, Viaje a la Alcarria, La Catira, así como de otros tantos textos que hicieron la delicia del idioma desde los años cincuenta del siglo pasado. Cela fue, desde dentro de la sociedad franquista, un verdadero “corruptor” de aquella novelística encabezada por largos escritos funambulescos en los que se reflejaba una escritura anquilosada. La Familia de Pascual Duarte, como bien se ha dicho, la obra en lengua castellana más traducida luego del Quijote, llegó a Ciudad Trujillo mediante las importaciones de varias librerías, y la compramos donde los hermanos Escoffet, Instituto Americano del Libro, con la recomendación de Antonio Fernández Spencer, y si no mal recuerdo, con el sello de Espasa Calpe. Los que éramos entonces jóvenes en busca de novedades en cortos paseos por las pocas librerías del núcleo citadino, como RamÚn Emilio Reyes, Federico Henríquez Gratereaux, Carlos Esteban Deive, y otros que nos es difícil enumerar, encontramos en Cela un nuevo modo de narrar. Descubríamos un maestro. ¿Tendría su novela cierto sabor al mundo local dominicano? Quizás la angustia de sus personajes era un fondo de realidad en el dominicano. Con Cela nació el tremendismo en la literatura española; con él nació una literatura que, sin decirlo, apenas anunciaba ya mucho antes, el ocaso de cierta literatura autocensurada de los momentos poco más o menos que decadentes del Gobierno de Francisco Franco y Bahamonde. Se diría que Cela fue de los que sin temor rompió cánones, escribió diccionarios, usó palabras no aceptables por el régimen y por los académicos del momento. Cela fue una especie de nuevo santo de lo obsceno y lo divino. Se dirá que con él nacieron ciertas formas libertarias no sólo del escribir en España, sino del escribir en América. Pienso que si como dice su hijo la imagen de Cela parece desdibujarse en la nueva cultura española, fue y es un inolvidable maestro de las aperturas, y un emisario del rechazo social a la cerrazón que el llamado “Caudillo” encarnaba. Debe revalorarse el aporte del autor a su época y a su idioma. Era el momento político en el que Manuel Fraga Iribarne, fallecido con cerca de 90 años hace pocos días, enarbolaba el franquismo como una fronda necesaria, y se escudaba, con inteligencia muy bien manejada, en su “background” gallego, el mismo de Franco. Era el Fraga que se bañaba en las aguas oceánicas españolas para demostrar que la contaminación atómica no llegaba a las playas de la dictadura. Y en verdad, llegó a edad provecta con sólo la contaminación histórica, que no es poco decir, porque quién sabe si las aguas se contaminaron con él. Aunque la globalización no había llegado del todo, sentíamos sus primeros “efluvios”. De fuera venían buitres literarios que nos insuflaban la cultura mundial a su modo. En la pequeña Ciudad Trujillo, bajo las luminarias de los parques y las plazas, conversábamos con calieses intelectuales como el español Sixto Espinoza Orozco, quien nos hablaba de cómo presenció el ajusticiamiento de la Mata Hari, cuando sabíamos que no hubo permiso para el público en el mismo. Una globalidad de mentira nos asediaba. La mentira global nos cubría. Los que vivimos bajo una dictadura tan ligada a la del otro Generalísimo teníamos suficiente “formación” para atrapar las experiencias del que en España celebraba con el Valle de los Caídos la muerte de los suyos adornada, más que fusionada, con la de sus opositores de la cruenta Guerra Civil. Era la formación del terror, la mentira y la censura. Para completar nuestra globalidad de pacotilla, nuestra información era conformada por una prensa manejada por directores de diarios como Gerardo Gallegos o José Osorio Lizarazo, el uno ecuatoriano y el otro colombiano, nombres vendidos a nuestro “Jefe Insigne”, novelista el uno, proto-historiador el otro, ocultos en un exilio caribeño, con cargos consolidados para ambos porque fueron directores del diario El Caribe. Un amigo de años posteriores, asiduo de la Revista Cachafú que dirigía Francisco Álvarez Castellanos, escribiría un epigrama nunca publicado, que encajaba perfectamente con la presencia de estos exiliados proto-caribeños: “Si la historia aquí se escribe Sin penas y sin erratas, Señalará dos piratas Navegando en el Caribe”. Cela olvidado, algo olvidado, es parte de un período en el cual se le ha empañetado a la literatura española un poco de su pasado. Pienso que la nueva España, (no la inventada para bautizar la conquista de México) se maneja en valores, novelas, formas culturales que van olvidando los viejos parámetros con los que en el ayer se denunció la miseria del campo o se presentaron temáticas como la de Gironella en Los Cipreses. Creen en Dios, o como las de Ortega, que enseñando a pensar fue capaz de hacer una filosofía que hoy, que por su forma, se ha repetido, salvando distancias, en textos como los de Steiner, textos que se salen de los parámetros de su época, (Jaspers, Heidegger, y otros) de una pensante forma de hacerla más profunda y difícil, aunque no menos importante. Volver a Ortega, uno de los mejores prosistas el idioma, debería ser lectura obligada de quien quisiera aprender a escribir más que mejor. Con profunda raíces en la generación del 98, Ortega fue el ramaje sustancial de un pensamiento sin trabas aun dentro de la dictadura que censuraba y temía la voz clara de la lengua. Todos estos recuerdos pertenecen a la época en la que leí a Cela con premura. Hoy me pondré a releer a Cela, y he escogido su Pascual Duarte. Hoy me atragantaré del tremendismo agudo de uno de los más grandes escritores de la Lengua Española. De seguro que hoy también comprenderé que Cela sigue siendo, pese a ciertos olvidos que la ignorancia encumbra, un revolucionario del idioma y un arriesgado cultor del decir y el saber populares. Sólo él puede compararse a Don Pio Baroja, en donde siempre encontré parte de algunas de sus fuentes originarias y en esa ida y vuelta de la prosa, solamente en Samper y en el maestro Álvaro Cunqueiro, percibo en parte la misma grandeza de la lengua que usara Cela, transparente, sincera, a veces arrogante y otras combativa y dispuesta a la ruptura que entonces rechazaban ciertas Academias y connotados puristas.

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