PENSAMIENTO Y VIDA
Píldoras teológicas
“Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”, proclama el último artículo de nuestra profesión de fe. Esperar, viene de la palabra latina “exspectare”, que a su vez es una derivada de “spectare” que significa “tender hacia” “mirar el futuro”. Y es hacia la resurrección a donde tendemos. Tal es la audacia de nuestra esperanza. Todo lo que proclamamos en el Credo carecería de sentido si no hubiera resurrección. ¿Cómo podría ser Dios creador, Señor y Salvador del ser humano si este debiera desaparecer? Nuestra fe nos orienta de modo resuelto hacia el porvenir. Este porvenir no es nada, puesto que gracias a un don de Dios aún por venir, estamos destinados a entrar a través de la muerte, en plena comunión con Aquel que nos hace vivir. Este porvenir lo han deseado ardientemente todos los santos. Pero no por ese deseo se han evadido del presente o han restado valor a la historia. Más bien han dado a los seres humanos la conciencia de su verdadera dignidad, una dignidad que se desarrolla plenamente más allá de la muerte. Ya desde los tiempos apostólicos los cristianos dan testimonio de su fe de la resurrección de los muertos. Los cristianos daban importancia al cuerpo humano precisamente en virtud de su fe. Dios nos ha moldeado un cuerpo “sacado de la arcilla” al que animó mediante su aliento (Gn 2). En su Hijo tomó la carne de nuestra humanidad, nació de una mujer, sufrió golpes y heridas y tras la resurrección se mostró vivo en su cuerpo. El cuerpo es inseparable de la persona. Forma parte de la misma. Es a través de su cuerpo como el ser humano recibe los sacramentos, como entra en comunión con el cuerpo de Cristo, con sus hermanos y con todo el universo. El cuerpo es santo como la persona: viene de Dios y va a Dios. Respetar el cuerpo es respetar a la persona. Por esta razón nuestra vocación cristiana nos apremia a afanarnos por aquellos que sufren o son despreciados en su cuerpo. Así por ejemplo, el amor del P. Damián por los leprosos lo volvió en todo semejante a ellos, en una época en que contraer la lepra era firmar la propia condena de muerte. Es verdad que no somos los únicos que aliviamos el sufrimiento. Sin embargo estamos animados por una esperanza que nos es propia y que nos hace decir: Mi cuerpo vivirá porque yo vivo. Mi cuerpo está ya desde ahora para este tiempo y para la eternidad. Es por su fe en la creación y en la resurrección por lo que el cristiano respeta su cuerpo y el niño ya concebido. Está llamado a hacer un don de su vida, en la felicidad o en el sufrimiento, en la muerte natural o en el martirio, pues está transportado por la feliz esperanza de que ninguna prueba, ni siquiera la muerte, podrá separarle del amor de Cristo (Rom 8,35) Para creer en la resurrección hay que aceptar morir como Cristo. Cristo murió en toda la realidad de su humanidad. No sobrevivió a sí mismo como alguien que no debe nada a nadie. En su muerte de hombre puso su vida en las manos del Padre y Dios lo resucitó. Sobrevivir quiere decir que no se muere sino que se continúa viviendo por sus propios medios. Ahora bien, nosotros resucitamos por gracia. Resucitar es recibir de Dios tanto el cuerpo como el alma. Muchos se dejan cautivar por la creencia en la reencarnación. El hombre tras la muerte proseguiría su existencia en otras vidas hasta que un día entre en la nirvana. Desde esta perspectiva, la vida presente no tiene nada de único ni de definitivo; no compromete ya desde ahora la eternidad. No es más que una fase de un ciclo en el que se nace y renace, condicionado por la vida anterior, hasta la purificación final. Esta creencia es incompatible con la fe cristiana. La mayor parte de los seres humanos, ante el misterio de la muerte que nos rebasa, experimenta más o menos confusamente, la necesidad de ser purificados. Esta es la razón por la que muchos ofrecen sacrificios, imploran a divinidades, se someten a ritos o buscan los medios de la ascesis o la meditación para purificarse ante el gran encuentro con la muerte. Este deseo de purificación ha sido puesto por Dios en el corazón del ser humano y debe ser cristianizado. El cristiano sabe lo que es su amor a Dios y al prójimo y cómo debe ser sanado por el de Cristo. A este deseo cristiano de sanar responde Dios mediante su misericordia. El purgatorio no es ni un tiempo ni un lugar. Es un estado en el que el amor de Dios consume totalmente aquello que nos impide ser plenamente felices con su presencia. El ser humano no accede por sus propios medios a la presencia de Dios, pero Dios, por gracia y por amor, lo admite en su presencia. Si el ser humano lo rechaza, Dios juzga el rechazo del ser humano. María acogió la Palabra en su corazón y dio un cuerpo al Hijo de Dios. El Padre la amó con un amor de predilección y la ha asociado en cuerpo y alma a la muerte y resurrección de su Hijo. La Iglesia contempla en ella su propio futuro. Tal es el misterio que se celebra el 15 de agosto en la fiesta de la Asunción de la Virgen María. El amor que tenemos a Dios y unos por otros, no desaparece en el momento de la muerte sino que es salvado por Cristo y vive junto al Padre. De este modo, cuando los seres humanos mueren, seguimos en comunión con ellos porque están vivos en el amor del Padre. Los difuntos guardan su relación de amor con nosotros y nos esperan con Cristo en la nueva Jerusalén. El evangelio nos habla de una vida fraterna junto a Dios, de un banquete al que todos estamos convidados, de la visión de Dios cara a cara. En cuanto a nosotros, dice San Pablo que nuestra resurrección ya ha comenzado, pues nos anima el Espíritu del Resucitado. Pero aún no se manifiesta. Los muertos, viviendo en Cristo, ya tienen parte en su resurrección, pero esperamos la resurrección de todos en el último día, pues aún no está reunida toda la comunidad humana en el pleno desarrollo del cuerpo de Cristo. En el evangelio, la salud, la paz y la misericordia anuncian la venida del Reino de Dios. El compromiso por la justicia, por la transformación de la sociedad y de sus estructuras es esencial a la Iglesia, pero su misión no se detiene en los aspectos sociales y políticos de la historia. La Iglesia está en el mundo y para el mundo. Pero está también en marcha hacia la Jerusalén de lo alto. Allí donde está Cristo, está la Iglesia. Cristo resucitado está entre nosotros, pero su presencia gloriosa rebasa la historia. La Iglesia terrestre marcha en la historia en comunión con la Iglesia celeste, ya reunida en la gloria de Cristo. Al vivir y luchar en el mundo estamos unidos por una misma caridad y una misma alabanza a la Iglesia que aún no vemos. Es una alegría que nos es propia y que sirve de base a la fuerza de nuestra esperanza. Nuestro amor por los seres humanos es tanto más exigente por sabernos ciudadanos del cielo y que nuestra patria está en los cielos. Dios nos ha preparado una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia y cuya bienaventuranza colmará y rebasará todos los deseos de paz que brotan en el corazón del ser humano. Nos preparamos ya desde ahora a recibir este don de Dios.