ENFOQUE
República Dominicana, cincuenta años atrás
LOS MOMENTOS ANGUSTIANTES LUEGO DEL JUSTICIAMIENTO DE TRUJILLO
Sería un poco más de las 11:00 de la noche del día 30 de mayo de 1961 cuando escuché la voz de mi tía Lily que insistentemente llamaba a mi padre por el apodo como la familia y sus íntimos lo conocían: “Chichí, Chichí”. Mis padres dormían en una habitación de madera y yo en una de cemento ubicada al noreste de aquélla; ambas habían sido levantadas en el patio de la casa de la abuela paterna y a las mismas se accedía por escaleras diferentes. La primera era el castillo encantado de mi madre, pintada siempre de tono gris y construida al momento de mis padres casarse para que sirviera de tálamo nupcial. La segunda fue mi dominio privado que me albergó desde la adolescencia y donde estudié hasta graduarme de abogado. Escuchada la voz que llamaba a mi padre, descendí raudo hacía donde se encontraba la tía y esperé la llegada de mi padre que bajó con una bata que cubría su pijama. “Chichí, llamó Berta para decirnos que Manelik le pidió que asegure bien la puerta de su hogar y no abra en caso alguno”. “La noté muy nerviosa”, agregó la tía. Bertha Pellerano, prima hermana de mi padre, era la esposa de Manelik Fiallo, capitán del Ejército Nacional, recientemente fallecido, quien esa noche se encontraba de servicio en el hospital Dr. Marion a donde habían llevado sin vida el cuerpo de Trujillo. La tiranía que todo lo escuchaba obligaba a comunicarse con prudencia. El capitán Fiallo, en medio de la vorágine, se limitaba a ofrecer a su mujer una pista de lo que estaba acaeciendo y al mismo tiempo a tranquilizarla diciéndole que posteriormente sería más explícito. Esta, por su parte, quería advertir a su familia de lo sucedido, pero debía obrar con mucho más cautela, pues llamaba a un teléfono intervenido de un desafecto de la dictadura, recién liberado de la ergástula de La Cuarenta, y cuya casa estaba continuamente vigilada por dos espías del régimen tiránico. “Eso es que a los guardias lo han acuartelado”, interpretó mi padre las palabras de su prima. “¿Qué habrá pasado?”, nos preguntamos. Papá, con la serenidad y el estoicismo que siempre lo caracterizaron nos dijo: “Bueno, ya mañana lo sabremos” y nos pidió que fuéramos a acostarnos. Al día siguiente, mi padre, como era su costumbre, esperó la llegada del diario El Caribe en el amplio y alto ventanal enrejado, que se erguía desde el piso de la vivienda, situado unos cuantos metros por encima del nivel de la acera, hasta unirse con el techo. Poco antes de las seis de la mañana vio mi padre acercarse a una de las hermanas Michel de la Maza, quienes vivían un poco más allá, hacia el oeste, y que se encaminaba a escuchar la misa que a esa hora se ofrecía en la iglesia de Las Mercedes. “Buenos días”, le ofreció mi padre, y la transeúnte mañanera le contestó con un “buenos días, licenciado”, al tiempo que se pasaba el índice de su mano derecho por el cuello, en obvia señal de que alguien había sido eliminado. Cuando salí de mi dormitorio cerca de las seis y treinta de la mañana encontré a papá con su periódico en las manos, y después de darme la bendición, me pasó el cuerpo del diario dedicado a los deportes. Minutos después se nos unió Yeyo Zayas-Bazán, tío materno de mi padre, y no hizo más que sentarse para decirnos con voz alarmada y asombro en su rostro que había visto pasar por la calle El Conde no menos de diez camiones repletos de militares que portaban armas largas. “De seguro que se ha producido una invasión”, fue la conclusión de su narración. Papá, que hasta esos momentos había guardado silencio, nos refirió su encuentro con la señora Michel de la Maza, le contó al tío la llamada de Bertha Pellerano, y para sorpresa nuestra nos dijo que sin duda alguna un suceso inesperado, grave e interno acababa de conmover al régimen. Nunca mi padre me dijo si conocía del complot para ajusticiar al Tirano, pero siempre he sospechado que alguna información tenía, tal vez, por la vía de su amigo Severo Cabral, pues tan pronto nos desayunamos, y con la suposición previamente expresada de que la tiranía se conmovía, me pidió ir a la Puerta del Conde para verificar si la bandera estaba a media asta. “¿En qué piensas?”, le inquirí alarmado. “Luego hablamos”, fue su respuesta. En cumplimiento del mandato paterno fui al lugar indicado y observé izado hasta el tope el pabellón tricolor. Tomé entonces la calle El Conde para dirigirme a la oficina de mi padre, establecida en la Arzobispo Meriño, y al llegar a la cuadra situada entre la 19 de Marzo y la Hostos, encontré las oficinas de cable y radio de la RCA completamente militarizadas. La inusitada situación despertó de nuevo en mí la preocupación por lo que estaba aconteciendo y me hizo desviarme del camino trazado para dirigir mis pasos hasta la hoy calle Las Damas en busca del portón de la Fortaleza Ozama, en donde, para mi sorpresa, y confirmación de las sospechas de mi padre, pude observar en lo alto de la Torre del Homenaje el lienzo nacional a media asta. Casi corrí hasta el bufete de abogado y con el corazón en la boca le dije a mi padre lo que había observado en los dos monumentos visitados y en la oficina del cable. Este se limitó a comentar: “Alguien muy grande ha fallecido”. No había terminado de pronunciar esta frase cuando hizo su entrada al despacho José Andrés Aybar Sánchez, hijo de un gran amigo de mi padre, y quien acabado de recibirse de abogado había comenzado a trabajar en la oficina. Se le veía sumamente excitado, deseoso de tomar la palabra y de develar un secreto. Con voz de susurro nos dijo que don José Andrés Aybar Castellanos, su progenitor, acababa de recibir una llamada telefónica de su cuñado, Eduardo Matos Díaz, residente en México, para decirle que Trujillo había sido ajusticiado. Mi padre, quien siempre tuvo un gran dominio de sus emociones, lo miró fijamente y le preguntó: “¿Cómo supo Eduardo esa noticia?” “Porque el Gobierno norteamericano desde París la ha dado a conocer a la opinión pública”, fue su respuesta. Ni un solo músculo del rostro nos mostró cuáles eran los sentimientos del hombre que durante los treinta y un años del régimen despótico sufrió vejámenes, persecuciones, prisiones y torturas. Permaneció en silencio. Un silencio profundo que se sentía lacerante en todo el despacho. Al cabo de varios minutos, que a mí me parecieron interminables, de modo sereno expresó: “Ahora hay que esperar los coletazos del régimen que se derrumba”. Retorné a mi hogar con el propósito de tomar los libros de estudio, pues el 1 de junio comenzaban los exámenes del tercer año de Derecho de la entonces Universidad de Santo Domingo. Difícilmente pude concentrarme, pues a cada momento esperaba escuchar la información oficial del deceso, que no vino a producirse hasta cerca de las cuatro de la tarde, pues La Voz Dominicana continuó toda la mañana con su programación ordinaria. Como siempre lo hacía, a las doce y media del día regresó papá a la casa y se sentó a conversar con la familia. A mamá, mis hermanas y mi abuela nos contó que ya en toda la ciudad corría el rumor del ajusticiamiento del tirano. Todos estábamos conscientes de que a partir de ese momento nuestra vida cambiaría, de que la libertad se aproximaba a nuestra Patria y de que en lo adelante papá podría llevar una vida tranquila y sosegada. Pero, si en todos estaba bien alta la adrenalina, si en mis hermanas y yo asomaba la alegría, papá mantenía su imperturbable calma y sus palabras se limitaban a examinar el acontecimiento y sus secuelas. Mientras charlábamos y esperábamos el almuerzo, Cusa Pardo hizo su entrada. De un físico parecido a Golda Meier, con un peinado semejante a la de la líder israelita, hermana de un exiliado antitrujillista, don Miguel Pardo, Cusa, soltera y sin hijos, vivió sola el horror de la tiranía. Perseguida, traducida a la justicia por supuesta falta de pago de impuesto de una pequeñísima tienda que tenía en El Conde, hostigada hasta la saciedad, siempre se mantuvo firme sin doblegarse jamás ante las brutalidades a que fue sometida. Con su voz chillona expresó con alegría que le desbordaba toda su pequeña figura: “Mataron a Trujillo”. A papá por primera vez en el día le vi reaccionar: “Cusa –le dijo-, seguimos vivos y Trujillo no pudo sojuzgarnos. Nuestra firmeza se impuso”. Y dicho esto, abrió su billetera y me pidió que fuera al colmado de la esquina a comprar unas cervezas. Así lo hice, aunque le pedí a Casimiro, el dueño de La Metralla, situada en las Mercedes esquina Santomé, que me envolviera en doble bolsa las botellas, para así ocultarlas de las miradas penetrantes de los dos espías que se encontraban desde hacía un año vigilando la puerta de nuestra casa. El 31 de mayo de 1961, papá nos pidió levantar los vasos para brindar por la libertad. Para él, habían finalizado los años de angustia que se iniciaron desde el mismo 1930 cuando siendo secretario en el Tribunal de Tierras se negó a firmar un documento de adhesión a Trujillo. A partir de entonces se le condenó varias veces a prisión, se le destituyó como Notario Público, se le torturó en La Cuarenta, pero como lo dijo hace cincuenta años, no pudieron con su dignidad de hombre probo y justo. A pesar de las presiones nunca se inscribió en el Partido Dominicano, jamás le aceptó un cargo público al régimen y de su pluma o de su verbo nunca surgió un escrito o unas palabras laudatorias al Tirano. Brindemos hoy por la libertad y eduquemos a las nuevas generaciones para que defiendan la democracia y no permitan jamás que la noche tenebrosa de la tiranía pueda enseñorearse en nuestra Patria. El autor es Vicepresidente de la República