A propósito de la representación diplomática

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Manuel Morales LamaSanto Domingo

En un mundo cada vez más globalizado e interdependiente como el actual, es evidente que los procedimientos de la diplomacia subsisten, esencialmente, por sus imprescindibles ventajas como “vía privilegiada” de comunicación. Ha sido el carácter eminentemente versátil de la diplomacia profesional debidamente organizada, el que la convierte en la única institución capaz de garantizar en el exterior la representación permanente del Estado y la continuidad en la atención de sus intereses, tal como coinciden en afirmar tratadistas contemporáneos. En ese marco recuérdese que dado que el jefe de misión diplomática está facultado para expresarse en nombre de las autoridades de su país, e igualmente, suele recibir las comunicaciones destinadas a dichas autoridades en función de esa investidura, se puede colegir, que es el “intermediario titular y permanente” entre los Jefes de Estado o los gobiernos y en consecuencia, como es natural, debe estar capacitado para ese nivel de responsabilidad. Obviamente, debe estar asimismo fielmente comprometido con los intereses fundamentales de la nación que le confía su representación. Si bien los jefes de misiones diplomáticas no trazan necesariamente los principios de la política exterior de los Estados que representan, “participan, sin embargo, en parte importante, en la formulación o en la modificación de tal política a través de sus (profesionales) informes” (R. Regala). Téngase en cuenta que para ejercer apropiadamente su función, el jefe de misión diplomática debe estar convenientemente informado acerca de la situación de las relaciones entre el Estado que representa y el Estado receptor (u organismo internacional), y los resultados que su Estado se propone obtener de esas relaciones en su conjunto e, igualmente, respecto a asuntos concretos, “lo que exige que la misión tenga, cuando menos, instrucciones sobre la orientación general que ha de guiar toda su actuación y sobre los mínimos irrenunciables en cada caso particular” (E. Vilariño). La responsabilidad que asume el diplomático exige la fiel observancia de principios, normas y procedimientos que dan la consistencia debida y la respetabilidad requerida a sus acciones (gestiones y negociaciones), a partir de las cuales se consolidarán afinidades, se superarán diferencias y se fomentará la cooperación. Asimismo, “consistentemente”, se canalizará la inversión extranjera hacia su país, se promoverá el comercio, el turismo y las diversas acciones de intercambio. Igualmente, se difundirán los valores, el arte y la cultura nacionales. De igual manera, se asumirá la consabida responsabilidad de protección de los intereses del país que se representa y de sus nacionales. También se ejecutarán adecuadamente las labores de observación e información en el marco del derecho internacional. Evidentemente, el nuevo escenario internacional reclama una visión multidisciplinaria frente a los desafíos contemporáneos, donde los problemas de coordinación y estrategia exigen más que nunca una diplomacia sustentada en consensos internos: “Una diplomacia eficaz requiere metas claras y precisas, en adición al hábil manejo de los medios modernos de comunicación y una adecuada (y consistente) percepción del contexto internacional actual”, sostiene C. de Icasa. A lo que el autor añade: “En función de que la proyección internacional de un país suele corresponder a la calidad de su diplomacia, la adecuada selección de los representantes en el exterior y el fortalecimiento y profesionalización de los cuadros del servicio exterior (y de la Cancillería) son asuntos de interés nacional”. Téngase presente, observa A. Plantey: El principio de la igualdad jurídica (y también protocolaria) entre los Estados y entre sus misiones diplomáticas “no puede impedir que se otorgue a la función de representación un coeficiente de valor, que es consecuencia de las funciones que desempeña en la vida internacional el Estado que acredita la Misión, y asimismo del prestigio internacional del Jefe de Estado”. De hecho, es al Jefe de Estado a quien corresponde la formulación y dirección de la política exterior, con el auxilio de su Ministro de Relaciones Exteriores. Sin duda, está es la base de sustentación de la responsabilidad que apropiadamente suele atribuírsele a tales dignatarios en esos fundamentales asuntos. No obstante, cabe recordar que los países donde sus nacionales demuestran estar debidamente conscientes de sus obligaciones como tales, estos suelen preocuparse por la imagen y prestigio del país en el exterior, y asimismo, por la adecuada inversión de las divisas provenientes del erario público, vale decir, por intereses fundamentales de la nación; consecuentemente existe una opinión pública “ilustrada y convencida” que puede contribuir significativamente a fortalecer la acción exterior del Estado y la capacidad diplomática del país. El autor es Presidente del Instituto HispanoLuso Americano de Derecho Internacional.

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