PENSAMIENTO Y VIDA

Vanos intentos contra la resurrección

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Fco. José Arnaiz S.J.Santo Domingo

Pablo nos dejó muy claro que la resurrección innegable de Cristo era el fundamento de nuestra fe cristiana. Esto supuesto, nada tiene de extraño que los enemigos de Cristo y del cristianismo hayan intentado destruirlo de todos los modos. Recordar estos intentos resulta saludable y reconfortante. Ante la difi cultad de negar históricamente el hecho de la resurrección y de las apariciones del resultado, los intentos de los reacios a admitir ambas realidades se han concentrado en buscar explicaciones naturales a estos hechos. Curiosamente las explicaciones a la que han recurrido, en vez de debilitarlos, los han consolidado. Entre las explicaciones novelescas y singulares selecciono, por la repercusión que tuvo por sus ribetes científi cos, la de Samuel Reimarus en sus célebres “Fragmentos” publicados por Lessing. Reimarus defi ende que los apóstoles sustrajeron el cadáver de Cristo haciendo creer que había resucitado. Gottlob Paulus, seguidor de Reimarus, explica que Cristo en la cruz sufrió un síncope cardíaco del que despertó por algunos días antes de su muerte defi nitiva. Tal fi cción ridícula, que ha tenido diversos variantes, es hoy insostenible. Críticos serios como Schmiedel y Arnoldo Meyer y antes que ellos Strauss, se mofaron de tal explicación. Presupone una insinceridad y fraude, que no sólo repugna en sí misma sino que es absurdo atribuírsela a los apóstoles y al Sanedrín. Strauss, con sinceridad que le honra, escribe: “Abstracción hecha de las difi cultades, en que se mete, esta conjetura (de una muerte aparente) no consigue el fi n que pretende, la de explicar la fundación de la Iglesia cristiana por la creencia de una vuelta a la vida del Mesías Jesús. Un semimuerto que se desliza arrastrándose fuera de su tumba, un débil que vaga, como una sombra macilenta, un miserable que recurre a los auxilios de la medicina, a los vendajes reconstituyentes y cuidados, y que al fi n sucumbe a las heridas, no podría en manera alguna dar a sus discípulos la impresión del vencedor del sepulcro y de la muerte, del príncipe de la vida que fi gura en la base de todas las actividades ulteriores”. La sustracción del cuerpo del sepulcro, en que fue depositado por los agentes del Sanedrín, a la que recurrió ingenuamente Alberto Reville en su “Jesús de Nazareth” no explica, en modo alguno, el cambio que la resurrección y sus apariciones provocó en los apóstoles. Por otra parte tal hipótesis arguye una torpeza increíble en los enemigos de Jesús. Lo dice espléndidamente V. Rose en “Etudes sur les evangelies” (París 1905): “Teniendo en sus manos la prueba convincente (de la sustracción del cuerpo de Cristo) hubieran podido derribar con un solo gesto, con una palabra sola, la nueva fe, cuyos progresos rápidos les inquietaban, y, después de matar al profeta, hubieran minado su obra para siempre. Si los sanedritas se callaron, si no opusieron este mentís decisivo, es porque no estaban en condiciones de hacerlo”. Otros para negar la resurrección de Cristo han concentrado su atención y argumentos en las apariciones del resucitado. Algunos, con Schmiedel a la cabeza, contraponen la lista de Pablo a los corintios a las que aducen los evangelios, y defi enden que la de Pablo es completa y desautoriza toda aparición que no aparezca en ella. Argumentan que, dada la importancia que le atribuye Pablo a la resurrección, es lógico que no omitiese aparición alguna. Y por otra parte los adverbios de tiempo que emplea –entonces, después, luego, fi nalmente– excluyen toda omisión. En concreto, si se dieron apariciones a las mujeres, tuvo que conocerlas y es inadmisible que no los adujese. Para estos enemigos de la resurrección es ya muy fácil de descartar unas pocas apariciones pasar a negarlas todas. La contraposición de la lista paulina a la de los cuatro evangelios arguye una lectura muy superfi cial de Pablo y una intención subterránea muy pérfi da. En todo el largo pasaje de Pablo sobre la resurrección, el recurso a las apariciones, es un mero paréntesis para probar su realidad incuestionable. Esto en primer lugar. En segundo y principal lugar, su intención es presentar a los corintios una breve lista de testigos irreprochables, ofi ciales y accesibles. Se entiende de este modo que omita las apariciones de carácter privado como las de las mujeres, la de los discípulos de Emaús y otras. Más sutil es la argumentación de los que han recurrido a las tradiciones previas a las narraciones evangélicas. Existen, según ellos, dos clases de tradiciones: antiguas y posteriores a ellas. Las tradiciones antiguas están determinadas por el mandato de Cristo a sus discípulos que fuesen a Galilea donde se les aparecería y por los últimos versículos del evangelio de Marcos y el último capítulo de Mateo. Según estas indicaciones Jesucristo se habría aparecido solamente en Galilea. Otras tradiciones posteriores a ellas y por lo tanto más ricas en detalles localizan las apariciones en Jerusalén. Abrían comenzado o en la noche del sábado o el domingo por la mañana y se habrían prolongado por un tiempo que el libro de los Hechos fi ja en cuarenta días, y Juan deja las cosas en suspenso, excluyendo la hipótesis de una jornada única de apariciones. Los relatos evangélicos armonizan ambas tradiciones, dicen ellos. Goguel y sus seguidores complican más las cosas. Descubren en los relatos evangélicos dos concepciones de la resurrección. Una defi ende que el resucitado no está ya sometido a las condiciones de la existencia pasible y mortal, y sería su glorifi cación. Y la otra sostiene que se trata meramente de una revivifi cación. El Cristo resucitado simplemente reanudaría su existencia terrestre en el punto en el que la muerte la interrumpió. Ambas concepciones, consideradas irreconciliables, se encontrarían en los relatos evangélicos. La primera sería mucho más antigua y debe conservarse. La segunda debe ser considerada secundaria, añadida con el tiempo. ¿Qué decir de todo esto? Es cierto que existían tradiciones previas a la redacción de los evangelios. Lo atestigua Lucas en su evangelio. Discernirlas en los relatos evangélicos es tarea muy delicada y difícil y muy expuesta a graves errores. Aceptando, sin embargo, ambas tradiciones, es evidente que, aunque se quiera presentarlas como exclusivas, no lo son en sí y pueden ser complementarias. Rastreemos brevemente los cuatro evangelios. En los evangelios de Mateo y Juan entremezclamos las dos tradiciones. Esto quiere decir que son compatibles. El evangelio de Lucas, si se interpreta con la ayuda del comienzo de los “Hechos de los apóstoles” del mismo autor que remiten a su evangelio, ofrece un cuadro muy clásico en el que caben perfectamente sin violencia alguna, las apariciones de Galilea y de Jerusalén, sin que sea . Al margen es necesario recurrir a la gratuita conjetura de dos grupos de discípulos, uno en Judea y otro en Galilea. Del evangelio de Marcos si, como algunos defi enden, el relato fue interrumpido, nada se puede deducir. Más aún, aunque alguna vez hubiera tenido un fi nal distinto del actual es muy probable que ese fi nal fuese muy parecido al del evangelio de Mateo. Al margen de todas estas conjeturas, en el fi nal actual de Marcos la presencia de las dos tradiciones es patente. De acuerdo a todo esto los más antiguos redactores, los autores de los evangelios canónicos no tuvieron difi cultad alguna en unir ambas tradiciones sin preocuparse de armonizarlas artifi cialmente. Respecto al problema planteado por Goguel y sus seguidores tenemos que decir que ningún indicio existe de que los discípulos coetáneos de Cristo tuvieran una idea precisa en la cual introducirían después el caso de su Maestro. Pablo, sin embargo, educado en la escuela farisaica, sí, la tenía y la expone diáfanamente en la carta a los de Corinto. Los discípulos de Cristo, sin embargo, no eran ni eruditos, ni ideólogos ni teorizantes sino simples testigos. Lo único que hicieron, como nos lo asegura Juan en su primera carta fue “transmitir lo que sus ojos vieron, sus oídos oyeron y sus manos tocaron” (1 Juan 1,1). Por eso no entresacan de sus recuerdos lo que les sirve para construir un conjunto coherente con una concepción previa sino que sencillamente yuxtaponen los hechos tal como sucedieron y testimonian que el Jesús que se les aparece en estado diferente –misterioso y celestial– es el mismo con el que convivieron. Es más. Eso es el objeto de su Mensaje Pascual. Sobre el testimonio de Pablo que Goguel pretende contraponer al de los discípulos de Cristo debemos decir que nada más contrario a la realidad. Pablo confi esa explícitamente que él transmite lo que recibió de los apóstoles y lo que ellos mismos enseñan. Su testimonio, según esto, no es una explicación ni una interpretación sino la predicación fundamental apostólica. Renán, por su parte, recurrió a la alucinación para explicar las apariciones del resucitado. Nada más ajeno a la realidad que hablar de un sentimiento exaltado hacia el Maestro que se convierte en convicción de que no ha podido morir; o hablar de un inconsciente reavivado de su persona al conjuro de lugares familiares al Maestro o palabras suyas recordadas, como origen de la alucinación. La realidad que nos trasmite la historia es distinta. Se trata de un grupo disperso, abatido, desconfi ado y vencido sin esperanza alguna de volver a ver al Maestro; de un grupo reacio a aceptar aparición alguna y terco en negarlas cuando tales apariciones empiezan a darse. Hombres rudos, realistas y directos, como eran ellos, en modo alguno son propensos a sugestiones y alucinaciones. La reacción de Tomás, al informarle los demás apóstoles que el Maestro se les había aparecido es signifi cativa: “Si no meto mis dedos en el hoyo de los clavos y mi mano en su costado, no creeré”.

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