La poesía está de gala en la Academia…
El augusto recinto, los académicos, la vetusta edificación que alberga las Academias, otrora la Casa de Lilís, el tirano que engalanó sus paredes y filtró el ocaso de la luz en su patio español, los escritores, los albaceas de la lengua, los amantes de las letras, las personalidades, los amigos, las amigas, todos apiñados para recibir al poeta, ceremonia formal que estatuyen la Academia Dominicana de la Lengua y la Real Academia de la Lengua Española. El presidente Bruno Rosario Candelier traza las disposiciones rigurosas del protocolo: allí están el poeta León David, el escritor Diógenes Céspedes, el recio intelectual y filólogo, Andrés L. Mateo, el novelista Ramón Emilio Reyes, la lingu¨ista e investigadora Irene Pérez Guerra, el poeta José Enrique García, el escritor e historiador Manuel Núñez. El poeta dice: “La lengua es el vector principal de la cultura. La lengua es identidad. La Patria es la lengua. Imaginemos bajo el telar radiante del alba la pluralidad incesante de las especies, el canto de los pájaros y las eufonías mágicas de los delfines, la voz del viento entre los árboles, la resina parlante del ámbar que es chillido de luz y color, la lengua del mar que lame la isla y puebla de cardúmenes los fueros de la aurora. Primero fue el verbo, la palabra creadora, hágase la luz y se hizo la luz y se hicieron todas las cosas bajo la nombradía de la lengua que ofició en su vastedad imaginada un mandato de luceros y sueños. La poesía es el lujo de la palabra, su fijación de esplendor, su floración infinita de sonidos en la nave de los versos, ardor transfigurado de una inspiración, llama voraz violeta entumecida de llanto y desamor, polvareda de un loco amor con cintas carmesí en el atavío de su pasión exuberante, gestión de sortilegio y abismo sobre el dorso de la materia enamorada, sienes y saudades, el epónimo amor y la angustia, el fúlgido destello, los abrojos del piélago y la muerte, la medida del hombre y su quejumbre, el mundo y su urdimbre”. “Los poetas son magos, se apropian del prodigio trasmutante de la lengua, la usan como regios espadachines de la imagen y el sentido, hacen florecer la hermosura en la cadencia, en el ritmo envolvente de un señorío de metáforas, dejan que el río de las emociones se desborde, citan a la luna llena, festejan botijas y besos, atestan de duendes y amantes la belleza movediza de la noche más clara. Hölderlin preguntaba que para qué servían los poetas en tiempos de mezquindad. Quiso decir, qué hacen los poetas donde no hay recipientes de generosidad, donde no se propagan las primaveras ni se agasajan en junio las mariposas ni se celebra el reino del mar en la mirada de una mujer”. “Los poetas son hechiceros, fascinan el corazón de la ternura, se montan en un palo de escoba para volar como las viejas brujas, consteladas de niebla y fiereza, buscando pócimas y brebajes para cambiar la vida de alguien o de todos. La poesía es irrevocable, definitiva, no quiere decir, dice, todo lo alcanza en el instante. Como expresión de la palabra se sitúa en tiempos correlativos, no puede disociarse de la historia, como dice el Maestro Octavio Paz, del lenguaje, las realidades, los mitos y las imágenes de su tiempo…”. Era 28 de abril, un día para nacer o morir, para amar a una muchacha frente al mar, defender el baluarte y las cenizas venerandas o para buscar bajo la llovizna pertinaz el unicornio azul que se le perdió a Silvio Rodríguez, esa utopía calcinante, valor de ilusión, que corretea en la lengua, que hace versos, que se encampana nuevamente en la alborada.