VIVENCIAS
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El conflictivo Jesús de Nazaret fue condenado a muerte y crucificado. No se entiende qué desencadenó para que tuviera tan trágica muerte. Parece que lo que aceleró su muerte en plena madurez fue su determinación de buscar siempre la voluntad de Dios. El juez que dictó la sentencia condenándolo a muerte se fundamentó en que era un hombre peligroso para Roma, pero en realidad la acusación principal era su pretensión de hablar directamente en nombre de Dios. Los sectores poderosos influyeron decisivamente para que se materializara esa condena, ya que les molestaba que se hiciera compromisario con los enfermos, los pobres y los excluidos. Al parecer todo apuntó hacia la peligrosidad que representaba este hombre que había que acallar a cualquier precio. El destino trágico de aquel que en vida llamaban Jesús tuvo que ver con el compromiso de su entrega total e incondicional al proyecto de Dios. El ejecutado se mantuvo coherente hasta el final: todo lo hizo por amor y murió por amor. La salvación de Dios fue su máxima oferta, que prodigó en vida, curando, acogiendo, bendiciendo, perdonando. La agonía y la soledad marcaron los últimos segundos de existencia del condenado, sin embargo llamó a amar a sus enemigos y rogar por sus perseguidores. Murió perdonando y en silencio. Pero ocurrió lo inexplicable, Dios lo resucitó de entre los muertos para jamás morir. Resucitó para dar a conocer la plenitud de vida que le espera a todo aquel que le siga. El Cristo muerto y resucitado es el gran regalo de Dios para que se pueda conseguir la paz y el perdón ante una humanidad cada vez más segura de sí misma. Solo desde el amor se puede entender este signo misterioso de compasión redentora.

