A la altura de las circunstancias

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Manuel Morales LamaSanto Domingo

En los tiempos actuales en diversos escenarios, con frecuencia se utilizan frases laudatorias como por ejemplo, “estar (o saber comportarse) a la altura de las circunstancias”, sin que en la realidad haya una correlación entre lo que es o ha sido el comportamiento de una persona y lo que debería haber sido una conducta consonante con las exigencias de virtudes éticas y morales que pudieran ser consideradas como ejemplares. En estos casos se estaría incurriendo en cumplimientos y elogios injustificados que desvirtúan el auténtico contenido de frases de esta naturaleza. Téngase en cuenta que la genuina existencia de virtudes de ese carácter se considera un factor esencial para la convivencia “civilizada y armoniosa” entre las personas, por facilitar acciones cuya efectividad y conclusiones dependen de la calidad humana de sus ejecutores, como son las diversas clases de negociación (desde formales hasta “cotidianas”). Sus resultados suelen desvelar la nobleza, integridad y entereza de los participantes. Esa manera de proceder, igualmente, ha sido un factor fundamental para que las relaciones entre los Estados puedan ser justas, equitativas y fructíferas, cuando por propia convicción sus respectivas autoridades “mutuamente” actúan de esa forma. En igual contexto los Estados, por el propio sentido de responsabilidad, consonante con la “confianza pública” que les conceden sus ciudadanos, e igualmente en función del respeto que les merecen los vínculos de amistad y cooperación en las relaciones diplomáticas, deben hacerse representar en el exterior por sus ciudadanos más dignos (“en el lenguaje de otros tiempos”, por los más conspicuos), a quienes asimismo se les requiere la “capacitación y experiencia debidas” en este campo, indispensables para la eficacia de su gestión. De esa forma, es lógico y razonable esperar de los representantes en el exterior, un comportamiento “a la altura de las circunstancias”, que podría considerarse muy cercano o semejante al comportamiento digno y respetuoso que debe caracterizar la conducta del diplomático profesional. El propósito es claro. Así los Estados pueden proyectar una imagen “adecuada y confiable”, facilitando efectivamente el conocimiento de la idiosincrasia, la cultura y los “niveles de superación” de sus nacionales, imprescindible para la consistente obtención de objetivos de la política exterior, en la actual “era del conocimiento y la información global”. Indudablemente, el prestigio internacional de los Estados ha pasado a depender en la actualidad de la coherencia de su respectiva política exterior, de la actitud de sus diplomáticos y de la capacidad y talento de estos últimos para salvaguardar y promover los intereses del propio país (Barston/Plantey). Es evidente que el conocimiento profundo de las relaciones internacionales, si bien conduce a la prudencia, condena la ligereza y la inconsistencia, asimismo, genera la firmeza necesaria para la defensa de los intereses del propio Estado. Como referencia práctica, tal como coinciden en afirmar tratadistas contemporáneos, existen en la diplomacia métodos con “fórmulas” consagradas por la experiencia, entre estas las que facilitan poder convertir el desacuerdo en reserva, la desaprobación en lamentación y la hospitalidad en atenta cortesía. Sus usos y costumbres son muy “particulares” y requieren ser del “dominio” de sus ejecutores. Podría ser ilustrativo señalar que el agente diplomático (representante de un Estado), en el caso de abandonar una ceremonia o un acto antes de que finalice, aunque se haga cuidadosamente (en silencio o con discreción), podría percibirse efectivamente como la manifestación de una desaprobación o “la cristalización de una ofensa”. Por sus implicaciones en este ejercicio, debe prestarse la atención debida a la expresión del pensamiento y de la voluntad de los “interlocutores”, manifestados en su silencio o en su lenguaje. Asimismo, por ser la clave del éxito para múltiples y diversas gestiones, la habilidad para poder identificar convenientemente el lugar y la oportunidad de las acciones, se considera una de las cualidades “emblemáticas” del ejercicio diplomático. Téngase presente, en el mismo contexto, que nada suplirá las cualidades de la persona: la necesaria sociabilidad, la indispensable vocación de servicio, la dignidad del aspecto, la destreza en las buenas maneras y la corrección en las costumbres, o también saber ser agradecido (o “consecuente”), y prominentemente el manejo inteligente del sentido común y del tacto (Nicolson/La Rochefoucauld). Finalmente, recuérdese, que como ha sostenido Luis Nárvaez: “La cualidad más importante e indelegable del diplomático-persona es su identidad con las raíces de la sociedad que representa y que en última instancia constituye el legado de intereses que está obligado a defender”. El autor es presidente del Instituto Hispano Luso Americano de Derecho Internacional.

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