Con la frente marchita
Creo siempre que los escritores somos como los cantantes, o como los declamadores, o como los viejos actores de los cuales se repetían escenas en los cines de la primera mitad del siglo XX, cuando un tango cantado por Gardel fue repetido 12 veces por el operador de cine, porque el público asistente al teatro Capìtolio lo exigía a golpe de aplausos. Así Luices de Buenos Aires se repetía envuelta en una especie de memoria musical. Y es que ciertos temas como el de la memoria se repiten y no creo que el miedo a la repetición nos tenga que impedir volver a ellos. Son pues como un tango del zorzal criollo, Carlos Gardel. La memoria escrita es ínfima en relación con aquella que vive dentro del que la conserva como parte del pasado transfigurado en reclamo que enriquece o empobrece la vida misma. De la escrita quedan aquellas acciones que el escritor selecciona y coloca en blanco y negro o a todo color, puesto que ahora con las cibernéticas coloraturas, termina uno dándose cuenta de que puede recordar casi en technicolor. De la memoria que vive dentro de nosotros, se hacen presentes en nuestro pensamiento aquellas que se acomodan al espíritu y lo nublan a veces, aquellas que la mano escritora teme dejar para que otro interprete en el futuro. Por tales razones la memoria es siempre maleable, y puede hasta llegar a ser justificadora y narradora de lo que no existió. Muchas literaturas son memorias inventadas. Los textos narrados en primera persona deben ser, por fuerza, productos de la invención. Las autobiografías siempre han sido la memoria manipulada donde el invento predomina y la necesidad de ocultar queda como parte cierta falsificación, como lo son los cuentos de camino y las tradiciones familiares incluyendo las tantas fichas que rescatan apellidos y familias, al fin y al cabo memorias programadas. La historia exhibida con orgullo por familiares que nunca tendrán ni el valor ni el brillo de sus predecesores, son el marco de una incapacidad cierta que se respalda con la invención usándose la cosecha de unos hechos cuyas raíces desconocen los propios usuarios, y que llegan como parte de las experiencias ajenas suplidas para recuerdos casi inexistentes. Y es que a veces la memoria es el inicio de insospechados éxitos basados en lo ajeno. La historia misma, o las historias, contienen un sinnúmero de memorias ajustables a la necesidad de un momento, y las hay que forman parte de la heráldica nacional, como si fuesen diademas que colocadas en el frontal de algún burgués fuesen abrillantadas para cuanto pueda suceder en el futuro o pudiese consolidar lo que llamamos “bonhomía”, una de la virtudes con la que adornamos muchas veces el modo que el otro tiene de de ser un actor de quilates. Hace tiempo que un amigo querido me persigue haciéndome preguntas sobre familiares copiados en mi libreta del pasado, pero desconocidos, pero en verdad, para mí desconocidos. No tengo datos, no tengo respuestas para los hechos de su vida cotidiana. He sabido retazos de su vida, pero su apellido me conmina a contestar. Mentiré, haré del personaje novela y cuento, le pondré carne literaria, lo rescataré bajo el criterio de que “mi” antecesor es mío, y puedo enriquecerlo. Vienen las preguntas porque alguien desea recuperarlo para la historia. Pero resulta que de ese personaje, más que de su labor como independentista, me interesa su trabajo como armador de goletas. Su vida fue, finalmente, la de un hombre de mar, un genovés que al volver a Italia y dejar en sus hijos “nuestra ascendencia”, produjo biografías inconclusas y memorias sin final feliz. Y es así: los que nos generan y se quedan en un pasado congelado, nada tienen que ver con nosotros, aunque nosotros sí los recordemos como pudieron haber sido aunque no fueran. Por eso queremos desentrañar sus vidas, y por tales razones entendemos a veces que sus heroicidades también nos pertenecen y que sus estupideces fueron errores que por suerte no heredamos, o que nunca cometieron. Necesitamos limpiar el pasado, cualquier mancha anterior podría afectarnos. Deseamos imágenes impolutas, la mejores... El manejo de la memoria, la manipulación de la misma, es, para muchos un modo traer aquella versión superficial de un pasado añejo al coleccionismo, que puede contenerse en viejas fotos, daguerrotipos manchados, medallas de origen dudoso, camafeos falsificados, objetos de colección aplicables a tiempos apolillados, artefactitos comprados en El Rastro, símiles patinados de objetos arcaicos y por tanto aplicables a la época en la que vivieron nuestros ancestros; decires de viejos desmemoriados a los que debemos respeto por sólo afirmar, canas en mano, haber conocido a todo el mundo, rasgos que se ajustan a nuestros rasgos y que son como un carné de identidad. La memoria busca otras memorias para ir creando un mito que pueda ser hereditario o que se considere como tal. Y he aquí que hay un momento en el que este mito, producto de una “memografía” sin documentos, se yergue sobre la realidad y nace de una cotidianidad angustiosamente vacía, en la cual él mismo se hace necesario, se autojustifica, cuando el pasado es considerado corto y pobre para quienes viven ahora en buena posición social y necesitan crear su heráldica. La memoria es entonces la pordiosera, falsificada y volátil documentación de lo que para muchos debe ser la justificación de la nueva biografía que están dispuestos a estrenar. Inventar la memoria puede ser, por tanto, de gran satisfacción para el ego del creador de personalidades inexistentes y para novedoso inaugurador del hasta ayer propietario de lo que consideraba material para mediocridades.